jueves, 9 de julio de 2015

El cementerio de Trasmoz


            A los pies del castillo que domina la población, se encuentra el pequeño cementerio de Trasmoz que inspiró a Gustavo Adolfo Bécquer, cuando se acercó hasta ese lugar durante su estancia en Veruela, algunas de las más bellas páginas escritas por el gran poeta sevillano.
            En la segunda de sus Cartas desde mi celda, narraba la visita efectuada a la localidad, cuyo nombre no citaba, aunque “su situación por extremo pintoresca” la había llamado la atención. Tras hablar del castillo, afirmaba que “allí, en unos campos de trigo, y junto a dos ó tres nogales aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, está lo que, por su especial situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio”.
            El poeta que tenía especial aversión por los grandes camposantos de las ciudades quedó cautivado por el encanto del lugar, dejándonos este admirable testimonio: “Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios; nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de este país, abandonada á sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas de color de rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar a los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una flotante guirnalda de verdura. La espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca con suave claro-oscuro todas sus ondulaciones, produce el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y sólo podrían decir las muchachas del lugar, que en las tardes de Mayo las cogen en el halda para engalanar el retablo de la Virgen.

            Allí, en medio de algunas espigas, cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas: las margaritas blancas y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los amantes, semejan copos de nieve que el calor no ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y esas estrellas de cinco rayos amarillas é inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen salpicadas en los campo-santos entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos silvestres y las alcachoferas puntiagudas y frondosas. Una brisa pura y agradable mueve las flores, que se balancean con lentitud, y las altas hierbas, que se inclinan y levantan a su empuje como las pequeñas olas de un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente sobre los objetos, los ilumina ó los trasparenta, aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de oro para que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para allá haciendo en el aire esos giros extraños que fatigan la vista que inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso; y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de perfumada miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa á guarecerse en su escondite al menor movimiento”.
            Ante aquella bucólica visión expresa sus ideas sobre la muerte y sobre el lugar en el que desearía que reposaran sus restos. Todo ello será también motivo de inspiración para una de sus rimas:

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,

allí estará mi tumba.



            Años después, cuando lo visitó D. Federico Bordejé, la situación era muy diferente. En sus Rutas Becquerianas, publicadas en 1932 y dedicadas a la ciudad de Borja, relataba su particular visita a ese cementerio en busca de las emociones que sugirió al poeta. Decía allí, que “de todas sus cartas, no hay ninguna, a nuestro juicio, tan lírica, tan expansiva y… tan modesta. Es un canto a la gloria, pero también un canto a la humildad. Ala humildad de esos cementerios lugareños, recogidos y honestos. Mísera cerca de tapial, leve crucecilla anunciadora de su condición de camposanto, tumbas ingenuas y tiernas inscripciones, superiores a todos los poemas y la soledad y el silencio acompañándolas, el radiante cielo, azul firmamento hacia el que miran, directa y libremente los muertos”.
            Bordejé era también un romántico en busca de la estela de Bécquer. Al llegar al cementerio se arrodilla  “en sus umbrales y, con fervor, besamos la tierra en que descansan Ellos”.



            Pero al entrar sus esperanzas se tornaron en “turbio y amargo desconsuelo”, porque “el cementerio de Trasmoz que Bécquer viera o, por lo menos, el que nos describiera, no existe ya con aquella sencillez que le llevara a desearlo”. Porque, “la vida nueva ha llegado asimismo a estos rincones, en forma de unas tumbas, pobres, desde luego, pero de una pobreza ostentosa, adornadas con arribistas alardes de panteón, que desentonan con el cuadro de austeridad que, primitivamente, diérale encanto”.



            Cuando recientemente nos acercamos hasta la reja que, en la actualidad, cierra su entrada, pudimos comprobar que, junto a aquellos panteones, a los que con excesiva dureza juzgaba Bordejé, se alzan esa serie de nichos que, poco a poco, se han ido imponiendo en todos los cementerios de nuestra zona. Es curioso que, en otras regiones y desde luego en otros países, no sucede lo mismo, pues predominan las sepulturas en tierra. Los nichos no dejan de ser una costumbre pasajera que muchos consideran insostenible, sobre todo en las grandes ciudades. De ahí que, paulatinamente, vayan imponiéndose otras formas de inhumación y, de la misma forma que, hace poco más de siglo y medio, surgieron los actuales cementerios, ante la imposibilidad de mantener  los enterramientos en las iglesias, como venía haciéndose desde tiempo inmemorial, pasado un tiempo, los veremos clausurados y reemplazados por otros, de concepción muy diferente.

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