San
Pablo el ermitaño (siglo IV). Nacido en la región de
Tebaida (Egipto), es considerado el primer eremita. Perteneciente a una familia
acomodada, recibió una esmerada educación. Durante la persecución de Decio, fue
denunciado por ser cristiano y huyó al desierto, donde vivió el resto de su
vida. Según la tradición se alimentaba con el pan que le traía un cuervo. En su
retiró recibió la visita de San Antonio Abad, con el que suele aparecer en la
iconografía.
San
Gregorio de Nisa (siglo IV). Nacido en Cesarea de
Capadocia, en el seno de una familia cristiana, en la que el abuelo materno
había sido mártir. Fue hermano de San Basilio el Grande y de Santa Macrina.
Recibió una sólida formación y fue profesor de Retórica. Con el apoyo de su
hermano Basilio que era obispo de su localidad natal, fue consagrado obispo de
Nisa, entonces una pequeña localidad. Allí desarrolló una gran actividad
intelectual, siendo el autor de importantes tratados teológicos refutando la
herejía arriana. Tomó parte en varios concilios, entre ellos el de
Constantinopla (381), en los que tuvo un papel relevante. Terminó siendo
expulsado de su sede por el emperador Valente que era arriano.
San
Melquíades (siglo IV). Nacido según la mayoría de los autores
en el norte de África, es interesante señalar que otros lo consideran natural
de España, pues sus padres habían pasado desde el continente africano a la
península, estableciéndose en lo que hoy es Madrid. Fue el 32º Papa de la
Historia y su importancia histórica radica en el hecho de que fue coetáneo de
Constantino el Grande y, por lo tanto, beneficiario del Edicto de Milán (313),
por el que se reconoció la libertad de cultos. El emperador le donó una finca,
donde fue construido el palacio lateranense, residencia oficial de los Papas
durante siglos. Al lado, el propio Constantino mandó edificar la actual
basílica de San Juan de Letrán, que es la catedral del Papa como obispo de
Roma. Tras su fallecimiento, fue
enterrado en el cementerio de San Calixto, siendo el último Papa en recibir
sepultura en ese lugar.
San
Juan II de Jerusalén (siglo V). Fue obispo de Jerusalén en
momentos difíciles en los que se estaba configurando la ortodoxia. De hecho, el
propio Juan fue objeto de severas críticas por parte de San Jerónimo que, en
aquellos momentos, era abad de Belén. Se le relaciona con el descubrimiento del
cuerpo del protomártir San Esteban, en el que participó directamente.
San
Petronio de Die (siglo V). Era hijo de un senador
romano y hermano de San Marcelo. Ingresó como religioso en la abadía de Lérins,
uno de los primeros monasterios de Francia. Elegido obispo de Die, murió en
Valenze. Es el patrón de esa diócesis, junto con su hermano.
San
Marciano (siglo V). Nacido en Constantinopla, era familiar
del emperador Teodosio. Desde muy temprana edad dio muestra de piedad y caridad
para con los pobres, por lo que al llegar a la edad adecuada, el patriarca
Anatolio lo ordenó sacerdote, a pesar de su resistencia inicial. Su vida fue un
ejemplo de dedicación a los más humildes y necesitados. Tuvo que enfrentarse a
duras críticas, a pesar de lo cual llegó a ser nombrado oikómonos (ecónomo) responsable de los bienes de la Iglesia,
desarrollando una gran actividad edificando y restaurando numerosos templos de
Constantinopla, donde falleció hacia el año 471. Se le atribuyen muchos
milagros por lo que fue venerado muy pronto.
San
Domiciano de Melitene (siglo VI). Fue obispo de esa ciudad y
consejero del emperador Mauricio. Trató de convertir a los persas, sin
conseguirlo. Residió después en Constantinopla, donde falleció a comienzos del
siglo VII. Sus reliquias fueron trasladadas a su diócesis.
San
Valerio de Limoges (siglo VI). Natural de Limoges
(Francia) era de familia acomodada. Se cuenta que visitando la iglesia de San
Marcial en esa ciudad, decidió cambiar radicalmente de vida y, desprendiéndose
de sus bienes, se hizo eremita para lo que levantó una iglesia y en una celda
contigua se retiró para siempre. Su fama de santidad y los poderes
taumatúrgicos que se le atribuyeron dieron lugar a una incesante peregrinación
de personas que acudían a solicitar su ayuda.
San
Agatón (siglo VII). Nacido en Palermo fue el Papa nº 79 de
la historia de la Iglesia. Al quedar huérfano, decidió repartir la herencia que
le había correspondido entre los pobres e ingresar como lego en el monasterio
que los benedictinos tenían en su localidad natal. Según la tradición,
desempeñó allí humildes cometidos, pues no fue ordenado sacerdote hasta el año
677, cuando tenía 100 años. Al año siguiente fue elegido Papa, por lo que de
ser ciertos esos datos, fue el Pontífice de mayor edad, falleciendo dos años
después. A pesar de ello, le dio tiempo a convocar el VI Concilio Ecuménico,
celebrado en Constantinopla, precedido por un Sínodo en Roma, en el que fueron
condenadas algunas importantes herejías que amenazaban con quebrar la unidad de
la Iglesia. Es conocido con el sobrenombre de “El Taumaturgo” por los numerosos
milagros que se la atribuyen.
San
Arconte (siglo VIII). Fue obispo de Viviers (Francia).
Según la tradición fue asesinado por los habitantes de la ciudad, por su
defensa de los intereses de la Iglesia, aunque actualmente se cree que fue
víctima de las bandas de francos que asolaron la región. No se le considera
mártir al no existir constancia plena de las circunstancias de su
fallecimiento, si bien se le tributó culto desde época muy antigua.
San
Pedro Orséolo o Urséolo (siglo X). Se trata de un
destacado personaje perteneciente a la oligarquía veneciana que a los 20 años
fue nombrado Capitán General de la flota de galeras, cosechando señalados
triunfos navales. Tras el asesinato del dux Pedro Candiani IV en el transcurso
de una revuelta en la que probablemente se vio implicado, fue nombrado sucesor
como máximo responsable de la Señoría, una de las potencias hegemónicas de la
época. En el ejercicio de tan elevado cargo dio muestras de prudencia y
habilidad y cuando mayor era su popularidad, se produjo un hecho inesperado. En
la noche del 1 de septiembre de 978, abandonó en secreto el Palacio Ducal,
dejando a su mujer y a su hijo, y se retiró a la abadía benedictina de Cuixá,
en los Pirineos orientales. No contento con la vida de recogimiento y oración
que allí llevaba, tras recabar el consejo de sus superiores, se retiró a una
ermita, donde vivió aislado hasta su muerte en 987. Su culto fue confirmado en
1731 por el Papa Clemente XII.
San
Guillermo de Bourges (siglo XII). Nacido en Nevers, era hijo
del conde de esa ciudad. Como muchos hijos de familias nobles abrazó la carrera
eclesiástica para disponer de los emolumentos derivados de ella. Fue canónigo
de Soissons y luego de París, hasta que decidió cambiar radicalmente de vida,
ingresando como monje en la abadía de Grammont. A causa de los problemas allí
suscitados, decidió pasar a la orden cisterciense, tomando el hábito en la
abadía de Pontigny. Fue abad de Fontaine-Jean (Soissons) y de Chalis, hasta que
al morir el arzobispo de Bourges fue elegido para sucederle el 23 de noviembre
del año 1200, lo que aceptó por imposición del papa Inocencio III. Su nueva dignidad no cambió su
modo de vida, sumamente austera, hasta el punto de llevar una tosca camisa bajo
las vestiduras episcopales. Defendió los derechos de la Iglesia y comenzó la
construcción de la catedral de Saint Ëtienne. En 1209, antes de partir para una
cruzada contra los albigenses, quiso visitar las obras, lo que le provocó un
fuerte enfriamiento que le ocasionó la muerte. Enterrado en la catedral fueron
muchos los milagros entre los fieles que visitaban su tumba, por lo que fue
canonizado un año después. Es el Patrón de la Universidad de París.
Beato
Gregorio X (siglo XIII). Nacido en Piacenza (Italia) se
llamaba Teobaldo Visconti y fue diácono de la catedral de Lyon y archidiácono
de la de Lieja. En 1269, participó en la octava Cruzada a Tierra Santa y
encontrándose en San Juan de Acre, dos años después, recibió la noticia de que
había sido nombrado Papa, siendo el 184º sucesor de San Pedro. Al llegar a Roma
tuvo que ser consagrado obispo, el 27 de marzo de 1272. Durante su pontificado
convocó el XIV Concilio Ecuménico que se reunió en Lyon, durante el que se
trató de la superación del Cisma de Oriente. Dado los problemas que hubo
durante su elección fue quien introdujo el sistema de cónclave que debía ser
convocado diez días después de la muerte del Papa. Cuando regresaba del concilio murió en la
ciudad de Arezzo el 10 de enero de 1276. Fue beatificado por el papa Clemente
XI en 1713.
Beato
Gonzalo de Amarante (siglo XIII). Nacido en Tagilde
(Portugal), era de familia noble. Ante su vocación religiosa manifestada desde
la infancia el arzobispo de Braga lo tomó a su cuidado y, tras ordenarlo
sacerdote, ingresó en la Orden de Predicadores, siendo nombrado prior del
convento de San Pelayo. Al cabo de un tiempo decidió peregrinas a Roma y
Palestina, dejando a cargo del convento a un sobrino. Tardó 14 años en regresar
y al volver tuvo numerosos problemas con dicho sobrino, por lo que decidió
vivir retirado en una ermita de Amarante, donde falleció el 10 de enero de
1260, a consecuencia de la enfermedad que contrajo muy pronto. Beatificado en
1560, es curiosamente el Patrón del Almirantazgo portugués. Se le representa
cuidando un puente que construyó para beneficiar a los habitantes de la zona.
Beato
Egidio di Bello (siglo XV). Nacido en Laurenzana
(Italia) en el seno de una familia humilde, le fue impuesto el nombre de
Bernardino di Bello, en recuerdo del gran santo franciscano San Bernardino de
Siena. A los treinta años ingresó en el convento que la orden franciscana tenía
en su localidad, su deseo de una vida más rigurosa, le llevó a retirarse a una
cueva. Al profesar tomó el nombre de Egidio, en homenaje a uno de los primeros
compañeros de San Francisco. Nunca fue ordenado sacerdote, desempeñando
humildes cometidos. Su vida fue un ejemplo de ascesis y de dedicación a la
oración. Amante de los animales conversaba con los pájaros que venían a comer a
su mano. Realizó numerosos milagros y eran frecuentes sus éxtasis en los que
llegaba a levitar. Fue objeto de duras pruebas por parte del demonio que llegó
a agredirle con extremada violencia. La fama de santidad que había atesorado en
vida, creció tras su muerte, aunque no fue beatificado hasta 1880.
Beata
Ana de los Ángeles Monteagudo (siglo XVII). Nacida
en Arequipa (Perú) en 1602, era hija del matrimonio formado por un español y
una criolla. Era pariente de Santo Tomás de Villanueva. Educada en el convento
dominico de Santa Catalina, cuando los padres la retiraron al cumplir los 14
años, decidió seguir en su casa la misma vida del claustro. Allí se le apareció
Santa Catalina de Siena para manifestarle que era deseo del Señor que tomara el
hábito dominico, por lo que decidió huir de su casa y retornar al convento, de
donde no pudieron sacarla la presión de sus padres. En 1616 fue aceptada como
novicia, añadiendo a su nombre el apelativo “de los Ángeles” y donde profesó al
año siguiente. Como el padre se negó a pagar la dote, se hizo cargo de la misma
un sacerdote amigo. En 1647 fue elegida Priora, llevando a cabo una gran labor
de reforma monástica. Puso especial empeño en la contemplación de la Pasión de
Cristo, especialmente durante sus últimos años en los que padeció numerosas
enfermedades hasta su fallecimiento el 10 de enero de 1686. Su fama de santidad
dio lugar a la rápida introducción de su proceso de beatificación que, sin
embargo, no culminó hasta que San Juan Pablo II la proclamó Beata el 2 de
febrero de 1985, durante su visita a Arequipa.
Santa
Francisca de Sales Aviat (siglo XIX). Leonia Aviat nació en
Sézanne (Francia) el 16 de septiembre de 1844. Cursó estudios en el colegio de
las religiosas de la Visitación de Troyes. Más tarde, comienza a colaborar con
el abate Louis Brisson en los hogares que había creado en esa ciudad para formar
a las jóvenes procedentes del mundo rural. En 1866, fundó la Congregación de
Oblatas de San Francisco de Sales, en la que adoptó el nombre de Sor Francisca
de Sales, siendo la primera Superior General de la misma. Dedicada a la
educación de las jóvenes se extendió por diversos lugares. En 1904, Sor
Francisca se traslada a Peruggia (Italia) donde falleció el 10 de enero de
1914. Fue beatificada por San Juan Pablo II el 27 de septiembre de 1992 y
canonizada por el mismo Pontífice el 25 de noviembre de 2001.
Beata
María Dolores Rodríguez Sopeña (siglo XX). Nacida en
Vélez-Rubio (Almería) en 1848, era hija de un magistrado, cuyos destinos marcan
en gran medida la vida familiar. Al pasar a ejercer su profesión en Puerto
Rico, su madre con seis de sus hijos se establece en Madrid, donde María
Dolores comienza a colaborar en obras sociales. Cuando el padre pasa a Puerto
Rico, la familia se reúne allí, y María Dolores sigue su actividad apostólica
creando las Escuelas Dominicales y la asociación de Hijas de María. Tras una
estancia en Cuba, donde muere la madre, el padre solicita el retiro y pasan a
residir en Madrid en 1877. Allí fundará en 1892 el Movimiento de Laicos Sopeña,
una asociación de apostolado seglar, y Centros Obreros de Instrucción que se
extenderán por toda España. En 1901, crea el Instituto Catequista Dolores
Sopeña y, al año siguiente, la Obra Social y Cultural Sopena (OSCUS). Murió en
la capital de España en 1918, siendo beatificada por San Juan Pablo II en 2003.
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