Esta
es la obra que publicó en Sevilla, en 1715, un ilustre jurista borjano, D.
Tomás Martínez Galindo, lo que proclamaba en la propia portada de su libro, al
señalar su condición de “Aragonum Jurisconsulto Burgiensi”.
En
nuestra ciudad había nacido el 19 de diciembre de 1671, siendo bautizado en la
colegiata de Santa María. Aquí inició su formación, cursando después estudios
de Filosofía y Derecho en la universidad de Zaragoza, donde se graduó como
Doctor.
Tras ejercer como
abogado en la capital aragonesa, en 1717 obtuvo la plaza de Fiscal en la Real
Audiencia de Sevilla que entonces estaba ubicada en el actual edificio de
Cajasol.
Entre
los casos en los que intervino en esa ciudad andaluza, alcanzó especial relieve
el protagonizado por un sujeto llamado Francisco Delgado, natural de Arahal, de
oficio barbero.
Este
individuo pasaba por ser un hombre honesto y hasta piadoso, aunque tras esa
apariencia ocultaba su inclinación a apoderarse de los bienes ajenos, algo
frecuente en todas las épocas. Sin embargo, sus andanzas terminaron cuando, el
3 de marzo de 1713, tras oír la Santa Misa en la capilla de Nuestra Señora de
Belén de la iglesia de Clérigos Menores, se percató de que el sacerdote se
había dejado las llaves en el sagrario y, aprovechando un descuido lo abrió y
se llevó el copón de plata con las formas consagradas. Una vez en casa, sumió
la Eucaristía, tomando las formas una a una con una tijera de su oficio y, a
continuación, fundió el copón.
Curiosamente,
fue descubierto al llevarse poco después algo de mucho menos valor. La cartela
del “Hic est chorus” que se utiliza para señalar el turno en el canto del
Oficio Divino.
Cuando
los corchetes fueron a prenderle, huyó precipitadamente y se refugió en el
convento de San Francisco (derribado en 1841). De allí fue sacado por la fuerza
y conducido a la cárcel real, confesó el robo del copón y otros realizados con
anterioridad, como una lámpara de plata que había tomado del altar de Nuestra
Señora de la Esperanza, en el mismo convento donde se refugió, algunos lienzos,
una sacra y otros objetos de no excesivo valor. La intervención de los
oficiales reales provocó un conflicto de competencias ya que, quienes se
acogían a sagrado, quedaban protegidos de la jurisdicción civil, bajo la tutela
de la eclesiástica. En este caso, a pesar de la gravedad de la acción sacrílega
perpetrada por el barbero, el Juez eclesiástico luchó por defender su fuero.
Pero, no contaba con la tenacidad del Fiscal de S. M. que desarmó sus
argumentos y logró que Francisco Delgado fuera condenado a muerte. La ejecución
se llevó a cabo en la propia plaza de San Francisco, donde fue ahorcado.
Después
le cortaron la cabeza y la colgaron de la puerta de la Macarena. La mano
derecha se puso en la puerta del Arenal y la izquierda en la de Carmona.
Hombres como D. Tomás Martínez Galindo harían falta en nuestros días. No
obstante, alguna incomprensión debió suscitar en Sevilla porque, algún tiempo
después, consiguió el traslado a Valencia, ocupando el puesto de Fiscal en la
Real Chancillería de la que luego fue Oidor. En la capital del Turia contrajo
matrimonio, en 1721, con Dª Margarita Clara Rojas y Sandoval. Él tenía ya 50
años y la novia era viuda, lo que pudo influir en que no tuvieran hijos.
A
pesar de la distancia, mantuvo siempre una estrecha relación con Borja, siendo
quien costeó la imagen titular de la parroquia de San Miguel que hoy se
conserva en el Museo de la Colegiata. En ella aparece el arcángel repartiendo
mandoblazos a los demonios que aplasta bajo sus pies, algo que sería muy del
gusto de este mecenas borjano.
D.
Tomás falleció en Valencia en 1736 y, al morir, dejó varias fincas para que, con
el producto de su venta se construyera una ermita dedicada a la Virgen del
Carmen en la Muela Alta. Llegó a enviar esta imagen que estaba destinada a ser
la titular de dicha ermita.
Sin
embargo, el cabildo de la colegial se opuso a esta pretensión y consiguió del
Sr. Obispo el permiso necesario para el traslado de esa fundación a Santa María
y la imagen fue colocada en la capilla de San José, donde aún se venera. Menos
mal que el ilustre jurista había muerto pues, en caso contrario, estamos seguros
de que habría luchado por conseguir su objetivo y, en este caso, es probable
que no hubiera habido puertas suficientes en nuestra ciudad para colgar las
cabezas de nuestros eclesiásticos.
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