En
estos tiempos de confusión se vienen cuestionando, desde diversos sectores, las
expresiones de religiosidad que, desde hace siglos, se enmarcan en el ámbito de
la Semana Santa. Posiblemente, algunos crean que nos estamos refiriendo a
determinados ataques que, desde sectores radicalizados, han llegado incluso a
los insultos o la agresión física. Pero nos preocupan más los que proceden de
la propia Iglesia que, en aras de una defensa a ultranza de la liturgia,
consideran desfasadas todas aquellas expresiones que no forman parte de los
rituales vigentes. Tan significativo es que un alcalde impida que abra un
desfile procesional la Unidad Montada de su Policía Municipal, como el que un
arzobispo prohíba de manera vehemente la interpretación de “El novio de la
muerte”. Y ambas cosas han ocurrido estos días.
Ello
nos lleva a plantearnos el sentido de las procesiones que en muchas ciudades,
Borja entre ellas, se celebran durante la Semana Santa y, por otra parte, el
caso concreto de nuestro Entierro de Cristo.
Mientras
en el antiguo Código de Derecho Canónico se expresaba con precisión qué era una
procesión, en el actual ese concepto ha quedado restringido a las que forman
parte de la Liturgia de determinadas solemnidades. En concreto la que precede a
la Vigilia Pascual, con el cirio pascual encendido en el exterior del templo;
la del Domingo de Ramos con palmas; la que precede a la Adoración de la Cruz en
los oficios del Viernes Santo; o la de la Presentación del Señor, con las
candelas. Junto a ellas alude a las procesiones que forman parte de la
celebración de la Eucaristía, tales como la de entrada, la que precede a la
lectura del Evangelio, en ciertas celebraciones, y la del Ofertorio.
Pero
respecto a lo que, en el pasado, considerábamos “procesiones”, tan solo se cita
este término para referirse a la del Corpus
Christi, indicando que “como testimonio público de veneración a la
Santísima Eucaristía, donde pueda hacerse a juicio del Obispo diocesano,
téngase una procesión por las calles, sobre todo en la solemnidad del Cuerpo y
Sangre de Cristo”.
El
resto de procesiones, que el anterior Código definía como “solemnes rogativas
que hace el pueblo fiel, conducido por el clero, yendo ordenadamente da un
lugar sagrado a otro lugar sagrado, para promover la devoción de los fieles,
para conmemorar los beneficios de Dios y darle gracias por ello, o para
implorar el auxilio divino” han quedado en el “limbo”.
Sin
embargo, en los últimos tiempos, estamos asistiendo a un inesperado auge de
muchos de esos desfiles procesionales, con una participación creciente de
personas que se sienten atraídas por razones difíciles de juzgar pero que
considerarlas fruto de un mero folclorismo nos puede hacer incurrir en un
peligroso reduccionismo.
Pero
hay algo más, la práctica ininterrumpida de las mismas ha llegado a
convertirlas en costumbres arraigadas que hoy forman parte del Patrimonio
Cultural Inmaterial de cada comunidad. Un patrimonio que hunde sus raíces en
una tradición cristiana que la Iglesia alentó durante siglos, por lo que
prescindir de ellas, como si se tratara de un pesado lastre, entraña enormes
peligros, difíciles de evaluar, entrando en contradicción en una práctica de
sentido inverso que la Iglesia practicó desde sus inicios, la de “cristianizar”
las tradiciones paganas. Puede parecer, por lo tanto, inconsecuente “paganizar”
las tradiciones cristianas.
Y en
el caso concreto de nuestro Entierro de Cristo hay algo más, pues no sólo era
una procesión, sino una representación que sólo puede ser comprendida con las
claves de quienes la impulsaron, en un momento histórico concreto. Estamos
hablando, salvando las lógicas distancias del mismo origen que los autos
sacramentales o representaciones medievales que han perdurado hasta nuestros
días, como el Misterio de Elche.
Porque
el Entierro de Cristo que comenzaba con la ceremonia del Descendimiento, dejó
de celebrarse, tras la Guerra de la Independencia al haber sido destruidas las “insignias”
(nombre que se daba a los pasos) y pudo ser recuperado algunos años después
merced al esfuerzo colectivo de todos los borjanos, a través de las cofradías.
Fue
concebido como una expresión del drama de la Pasión de Cristo, en una triple
faceta: En primer lugar la del recuerdo de la propia Pasión; en segundo lugar
la del poder de la muerte, aunque vencida por Cristo en el amanecer del Domingo
de Resurrección; y finalmente, la trascendencia universal de este Misterio que
es la base de nuestra Fe.
Símbolos
de lo primero es el paso del Descendimiento que recuerda aquella ceremonia
original, ahora desaparecida, o las insignias de la Pasión las “Arma Christi”.
La muerte
con su guadaña nos recuerda “A nadie perdono”, desde príncipes a papas cuyos
atributos figuran a sus pies. También el cráneo y la ceniza que desfilan junto
a ella. Por cierto este año, sustituyendo el plato habitual por una copa o urna
cineraria que no era lo más adecuado.
Los
estandartes de las Doce Tribus de Israel y los de las “Cuatro Partes del Mundo”
simbolizan el carácter universal de la Redención.
No
faltan otros elementos bíblicos, como la representación de la Paz y la Justicia
que portan un lienzo con el versículo 11 del salmo 85 (86 en la antigua
numeración): “Iustitia et Pax osculatae
sunt” (La Justicia y la Paz se besan), salmo bellísimo en el que también se
canta “La Justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos”, por lo
que desfilan ante el cuerpo yacente de Cristo.
El
velo del templo que se rasgará en el momento de sellar el arca, ocupa también
un lugar preferente en el desfile.
Pero
se trata también de un “entierro”, aunque sea muy especial. El arca con la
imagen yacente del Señor es escoltada por los soldados romanos que fueron
instrumento de su suplicio.
Tras
ella desfila el Centurión con los “angelicos” que desempeñarán un papel
fundamental en el sellado del arca, y el clero, seguido por “El Duelo del Señor”.
Este duelo “familiar”
es presidido por su Madre, acompañada por las Santas mujeres: María Magdalena y
la Verónica. Inicialmente iba con ellas San Juan, el discípulo amado que estuvo
con Él hasta el fin y que ahora encabeza la comitiva para evitar que se solapen
los toques de la banda de su cofradía y la de la San Sebastián y la Verónica.
Tras
el duelo “familiar” marcha el duelo “oficial”, representado por la corporación
municipal bajo mazas enlutadas, seguido por la banda de la Agrupación Musical
Borjana.
Este
año tomamos imágenes de la ceremonia que tiene lugar en la plaza de España, donde
se dispone un estrado en el que sitúa el arca bajo palio, privilegio que en
Borja solo tienen esta imagen y la de la Virgen de la Peana.
Allí
se procede a incensar el arca por los sacerdotes, como ocurre en todos los
entierros.
Del
sellado se encarga el centurión que, como expresión de la voluntad divina,
actúa como un autómata, siguiendo las órdenes que uno de los “angelicos” le
marca con su bastón.
Al
primer golpe, el velo del templo se rasga como ocurrió en el momento de la
muerte de Cristo, mientras la imagen articulada de la Dolorosa “llora”,
moviendo sus brazos y cabeza.
En
estas dos imágenes, puede apreciarse el movimiento de los brazos, en dos
posiciones diferentes, aunque esta peculiaridad se puede seguir mucho mejor en
una secuencia grabada.
Terminado
el acto, la comitiva regresa a la colegiata, donde se deposita el arca en el
presbiterio. Allí tiene lugar el llamado “Sermón de la Soledad”, dirigido a la
Virgen en un momento especialmente duro para ella.
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