Cuando
preparábamos el comentario publicado ayer sobre Santa Rosalía de Palermo,
encontramos las numerosas referencias a uno de los principales atractivos
turísticos de esa ciudad: las momias que se exhiben en las criptas del convento
de capuchinos.
Son
cerca de 8.000 las momias que pueden contemplarse, clasificadas por secciones
como hombres, mujeres, miembros de distintas profesiones, frailes o sacerdotes,
todas ellas ataviadas con sus trajes y en posturas realmente llamativas.
Uno de
los apartados que más interés despierta es el de los niños, entre otras razones
porque allí se muestra el cadáver de la niña Rosalía Lombardo, fallecida en
1920, a la edad de dos años. Su magnífico estado de conservación es debido a
que fue sometida a un proceso de momificación por un especialista de la época,
el Prof. Alfredo Salafia. Si a ello se une que, de vez en cuando, mueve sus
párpados el morbo está asegurado.
Otra
iglesia capuchina, en este caso la de la iglesia de Santa María de la Concepción
de Roma, ofrece la posibilidad de contemplar miles de esqueletos, y algunas
momias de frailes, dispuestos en sus paredes de forma supuestamente artística.
Esta
extraña pasión por las momias no se circunscribe a Italia, pues existen museos
en otros lugares, siendo uno de los más conocidos el de Guanajato (México) donde
se pueden ver unas cien momias procedentes del cementerio de Santa Paula de esa
ciudad.
A
ellos ha venido a sumarse recientemente el que ha sido calificado como “el
primer museo de momias de España”, el creado en la antigua iglesia parroquial
de la Asunción de Quinto de Ebro (Zaragoza).
Este
templo, declarado “Bien de Interés Cultural” en 2001, fue quemado por las
tropas anarquistas en el transcurso de la guerra civil, siendo sometido a un
dilatado proceso de restauración en el transcurso del cual fueron descubiertas
las momias que se exhiben en ese peculiar museo: las de ocho niños y seis
adultos.
Las
hay también en otros lugares como la iglesia parroquial de Nuestra Señora de
los Reyes, un excepcional monumento en el que, a pesar de la importancia de su
exorno, cuando lo visitamos no hace mucho tiempo, nos insistieron en ver las
momias de su cripta, cosa que no hicimos.
Cabe
preguntarse de dónde procede ese morboso interés que despiertan las momias.
Muchos lo relacionarán con las procedentes del antiguo Egipto, donde en el
Museo de El Cairo se muestran las de algunos antiguos faraones. Hubo una época
en la que los mejores museos del mundo se esforzaron por conseguir momias de
aquella antigua civilización.
En los
propios Museos Vaticanos las hay, aunque en este caso se pudo demostrar
recientemente que dos de ellas eran falsas, dado que con vendas de época se
habían “fabricado”, sin que originalmente fueran descubiertas, unas momias en
la que el rostro de las mismas había sido elaborado con una lámina de cobre
tintada de negro.
Resulta
llamativo que la Iglesia no se haya pronunciado de manera contundente sobre la
impúdica exhibición de cadáveres, cuando exige respeto para el tratamiento de
las cenizas. Y ello, en un momento en el que diversos sectores cuestionan la
presencia de restos humanos en los museos. En Estados Unidos una ley federal lo
impide respecto a los de indígenas y en Egipto se ha llegado a proponer sepultar
las momias reales tras su análisis, conservando únicamente el rico ajuar con el
que eran enterradas.
En España vivimos un polémico episodio con el cuerpo
disecado del llamado “negro de Banyoles (Bañolas)” que se mostraba en el
interior de una vitrina en el museo Darder de esa localidad. Allí lo descubrió
el médico Alphonse Arcelin, de nacionalidad española pero de origen haitiano,
desencadenando una campaña que tuvo una gran repercusión.
El
asunto llegó a convertirse en un problema diplomático y el ministro de Asuntos
Exteriores, entonces D. Josep Piqué, decidió repatriarlo al país que quisiera
acogerlo. Dado que era de raza bosquimana fue Botswana quien lo pidió y hasta
allí viajó su momia.
Recibido
con honores por la primera dama del país, fue mostrado antes de ser sepultado
en el marco de una operación propagandística que pretendía ocultar la
persecución a la que eran sometidos los actuales bosquimanos cuyas tierras les
estaban siendo arrebatadas. Pero ni había nacido en Botswana ni se trataba de
un “salvaje” como era representado.
Fue el
escritor holandés Frank Westerman quien descubrió en 2004 la superchería. El
bosquimano había nacido en realidad en Sudáfrica, no muy lejos de Ciudad del
Cabo y, poco después de su fallecimiento a finales del siglo XIX, los hermanos
Jules y Edouard Verreaux, desenterraron el cadáver de manera fraudulenta,
eludiendo la vigilancia de sus familiares.
Como
el cadáver de un africano que había sido sepultado con un traje actual no tenía
excesivo interés, los desaprensivos traficantes retiraron la piel y el cráneo,
dando forma con un relleno de paja a la imagen de un “salvaje” dotándole de
taparrabos, lanza y escudo, tiñendo con betún negro la piel para oscurecer aún
más la piel. Con su “pieza” viajaron hasta París, donde se tomó esta imagen en 1880.
Allí debió adquirirlo el veterinario Francisco Darder, el fundador del museo de
Banyoles, quien lo mostró en la Exposición Universal de Barcelona de 1888.
Actualmente,
sus restos reposan ¿definitivamente? en este lugar de Botswana a más de 1.000
kilómetros de donde realmente falleció. Ello fue posible, a pesar del error,
por la connotación racial que tenía su exhibición en un museo, lo que nos lleva
a preguntarnos por qué consideramos normal la de personas cercanas a nosotros a
las lejos de dejarlas descansar en los lugares donde fueron enterradas las
hemos convertido en elementos malsanos de atracción turística.
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