La primera de estas imágenes corresponde a la postal de la serie “Castillos de España” publicada hacia 1970, que estamos siguiendo, mientras la segunda es el aspecto actual que presenta el conjunto de castillo y basílica. La comparación entre ambas nos permite apreciar algunas sensibles diferencias, fruto de la última intervención realizada, siendo la más significativa la desaparición de la gran torre que existía junto a la basílica, acerca de la cual no hemos encontrado datos sobre las razones que impulsaron la adopción de esa decisión.
No
obstante, es preciso señalar que lo que hoy conocemos es fruto de una serie de
intervenciones, fundamentalmente tres, realizadas a partir de finales del siglo
XIX, que dieron como resultado no tanto la restauración de lo que había llegado
hasta ese momento, sino la recreación de un castillo medieval, en gran medida
soñado por el primero de los arquitectos que llevaron a cabo las obras.
Javier
es conocido universalmente por haber sido la cuna de Francés de Jasso y
Azpilicueta que llegaría a ser San Francisco Javier, el gran apóstol jesuita, Patrón
de Navarra y de las Misiones. Sin embargo, pocos son los recuerdos que del
Santo se conservan de su infancia en la fortaleza. El más destacado es el
Cristo Crucificado que preside la capilla a la que se retiraba a orar.
Para
esa falta hay dos razones fundamentales. La primera se debe a la decidida
defensa que el padre de San Francisco hizo de la independencia navarra, que le
obligó a exiliarse en Francia y a sufrir el castigo impuesto por el cardenal
Cisneros que ordenó el derribo del castillo. Aunque no se llevó a cabo por
completo, fue arrasado y sus torres y elementos fortificados desmochados.
La
segunda causa radica en el plan de restauración concebido por el arquitecto D.
Ángel Goicoechea Lizarraga que, por su pretensión de darle ese aspecto medieval
soñado, destruyó muchas construcciones adosadas al núcleo original que eran del
siglo XVI.
A
finales del siglo XIX el castillo era más bien una casa de campo, fruto de la
pérdida de su condición militar y del abandono de siglos. Pero, en modo alguno,
había dejado de ser un lugar asociado a la vida del Santo sino que, por el
contrario, ya era un destino de peregrinación para muchos de sus devotos y
disponía de una capilla para acogerlos.
Los
grandes mecenas de la transformación fueron Dª. Carmen de Aragón-Azlor, XV
duquesa de Villahermosa, propietaria del castillo, y de su esposo D. José
Manuel de Goyeneche, conde de Guaqui. Fueron ellos quienes decidieron acometer
la completa rehabilitación de la fortaleza y la construcción de una basílica
adjunta (entre 1896 y 1901).
Encargaron
las obras al citado arquitecto D. Ángel Goicoechea al que se le reprocha el
excesivo afán medievalista y, sobre todo, la desproporción en las dimensiones
de la basílica adosada que respondía también a una concepción historicista.
En
1898, la duquesa donó todo el conjunto a la Compañía de Jesús, para quien ya
había habilitado parte del interior del castillo y construido edificios anejos
para que sirvieran con escuela de misioneros.
Bajo
el impulso de los jesuitas, Javier multiplicó su poder de atracción siendo el
punto de destino de las populares “Javieradas” que congregan a jóvenes llegados
de todas partes.
En
1952, José María Recondo S. J. y José Luis Alberdi S. J. acometieron una
segunda restauración, bajo la tutela del arquitecto D. Valentín Gamazo,
encaminada a corregir algunos de los errores interpretativos cometidos por
Goicoechea.
Finalmente,
en 1995, ante la celebración del V centenario del nacimiento de San Francisco
Javier se proyectó un amplio plan de restauración que se prolongó hasta 2005 y
del que fueron responsables los arquitectos D. Antón López de Aberásturi y D.
Fernando Pérez Simón.
Entre
las muchas obras acometidas destaca la musealización del interior y de las
antiguas caballerizas que ha supuesto una importante mejora para este antiguo
castillo que es preciso recordar que, en su origen, fue aragonés habiendo
pasado a ser navarro cuando su propietario Ladrón Periz no pudo hacer frente al
préstamo de 9.000 sueldos que le había entregado Sancho VII de Navarra,
teniendo como garantía el citado castillo.
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