Fernando Sanmartín acaba de enviarnos
un ejemplar de Días en Nueva York y otras noches, que el pasado otoño le
publicó Newcastle Ediciones. Lleva una cariñosa dedicatoria y va acompañada con
una tarjeta, también con un texto entrañable.
Es un maravilloso libro de viajes, en el que Fernando aprovecha su estancia en ellas para dejar constancia de sus recuerdos y vivencias, entrelazados con referencias a personajes y obras que sazonan unos textos en los que queda de manifiesto la extraordinaria cultura y enorme sensibilidad del autor.
He disfrutado con su lectura y, al
mismo tiempo, he sufrido mucho porque, aunque en el prólogo advierte que “escribir
un libro es transmitir un mensaje. Y es anotar una dirección y dársela a un
lector para que vaya hasta el lugar que desconoce”, en este caso, por los mismos
escenarios que recorre Fernando he pasado con anterioridad y, al comprobar la
forma en la que los describe, experimentamos el hondo pesar de haber dejado
pasar la oportunidad de hacer algo parecido.
En nuestro descargo, podemos aducir que
nuestras visitar siempre estuvieron marcadas por esa fugacidad de quien se
acerca a un puerto o a una ciudad, con la amenaza de largar estachas tras una
breve estancia, a bordo del mismo barco o en la habitación de un hotel
impersonal.
No es el caso de Fernando que suele
utilizar apartamentos, desde lo que poder recorrer con deleite las calles de
cada ciudad. Pero lo que mayor envidia nos despierta, es su capacidad de
escribir mientras viaja, incluso a bordo de un avión. Es admirable que logre
hacerlo también cada noche, como quien juega al billar. Lo dice él, que consigue
que las palabras se empujen con precisión, sin tosquedad, logrando una combinación
que satisfaga al autor y a quien lea lo escrito por él.
Doy fe de que lo ha logrado y Chicago,
Nueva York, París, Lyon, Lovaina o las localidades del sur de Francia cobran
nueva vida por medio de su prosa elegante, con la que también traza admirables
retratos de los personajes con los que se cruza.
Hay referencias a personas especialmente
vinculadas a nosotros como José María Conget o José Luis Melero, sin olvidar a
Antón Castro, entre otros muchos.
Pero, lo que más envidia nos ha dado
son las páginas que dedica a Jaca. Cuánto nos gustaría que hubiera habido
escritores que se hubieron fijado en nuestra ciudad. Algunos hubo y algún día
habrá que reunir sus textos, pero ninguno con la belleza de esa prosa poética
de la que hace gala Fernando, que dice que un lugar que le gusta, desde su
adolescencia, es el monasterio de Veruela.
Mientras repaso las múltiples citas que
he tomado del libro, me gustaría que esta horrible pandemia pasara pronto y
podamos presentarlo en la Casa de Aguilar, quizás con otros que escribirá después.
Es posible que venga acompañado con las
dos vacas que, en Oloron-Sainte Marie, llevaron a la presentación de un libro o
con algún otro animal, pues como recordaba a raíz de ese acontecimiento: “los
escritores deberíamos llevar algún animal a la presentación de nuestros libros.
Un cocodrilo, una garza o un ñu le darían otro olor al acto”. Sobre el olor no
nos cabe ninguna duda…
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