Uno de
los espacios más desconocidos de nuestra colegiata es la antigua capilla de los
Mártires, sobre la que hace diez años publicamos el artículo que volvemos a reproducir,
cuando existe la posibilidad de proceder a su tan necesaria restauración.
Junto al altar mayor de la colegiata de Santa María existen dos pequeñas puertas por las que se accede a sendas dependencias que muy pocos conocen. La situada a la derecha conduce al trasagrario, del que nos ocuparemos en otra ocasión, mientras que la señalada en la fotografía es la entrada a una de las capillas más importantes del templo, la que se llamó “capilla de los Mártires”.
Su
construcción está vinculada a la figura de un obispo borjano, fray Juan López
de Caparroso O.P. Este prelado, durante el desempeño de su cometido pastoral en
Italia, reunió una importante colección de reliquias que donó a nuestra
colegiata.
Fueron
llegando a Borja en varias remesas, la primera de ellas en 1601, procedentes de
las catacumbas romanas de San Calixto. El objetivo de fray Juan era hacer un
sencillo armario para conservarlas, en el que figurasen sus armas, las de la
Orden de Predicadores, a la que pertenecía, los nombres de los mártires a los
que correspondían y la identidad del donante.
Sin
embargo, su hermana Dª María López de Caparroso, que vivía aquí, apoyada por su
sobrino Martín, hijo de otro hermano del obispo, solicitaron al capítulo de la
colegiata, en 1608, un espacio situado entre el altar mayor y la actual capilla
del Corazón de María que, pocos años antes, había construido D. Antonio de
Alberite, con el propósito de construir una nueva capilla que pudiera albergar
a las reliquias, sirviendo al mismo tiempo como capilla funeraria para el obispo
y sus familiares. Disponer de enterramiento propio en un templo de la
importancia de Santa María era, evidentemente, el motivo que impulsaba a la
familia López de Caparroso, para aprovechar la circunstancia de tan señalada
donación.
Porque,
en aquellos años posteriores al Concilio de Trento, el culto a las reliquias
había adquirido un gran auge y la importancia de las iglesias se medía, en
cierta medida, por el número de las que conseguían atesorar. El cabildo
influido por la donación de fray Juan que, en aquellos momentos, revestía un
gran valor no pudo resistirse a la petición de su hermana. Aunque no fijó un
precio por el espacio, sí le hizo ver que el lugar concedido requería una
contraprestación elevada, por estar ubicado en un lugar tan preeminente. Dª
María no se dio por aludida y se limitó a entregar 300 escudos, una cantidad
muy inferior a la que, por ejemplo, había pagado Antonio de Alberite por la
capilla antes citada, que ascendió a 500 escudos.
En 1609
se iniciaron las obras de esta capilla que, en la actualidad, presenta este
aspecto desde el exterior. En aquellos momentos, no disponía de linterna pues,
como veremos, se levantó más tarde. Durante el proceso de construcción hubo
algunos problemas con los canónigos, como consecuencia de que el tejado tapaba
parcialmente una de las vidrieras que entonces daban luz al retablo mayor, por
lo que tuvo que intervenir Domingo de Aroza, entonces maestro de obras de la
colegiata.
El
acceso desde el presbiterio se realizaba a través de una verja o cancel que
debió gustar, pues se impuso como modelo para otros trabajos realizados,
posteriormente, en la colegiata.
En el
interior de la capilla se instaló el altar que ahora se encuentra en la capilla
del Corazón de María, de cuya recomposición tan malos recuerdos tenemos. Pero
esta imagen es anterior y en ella se pueden ver las reliquias dispuestas en
bustos relicarios y arquetas fabricados con este fin y se la dotó con un
importante conjunto de jocalias.
Unos años después, en 1691, el cabildo construyó el trasagrario, lo que representó un gasto de 1.000 libras jaquesas, con tan mala fortuna que se hundió en 1696, siendo preciso reedificarlo. El derrumbe debió afectar a la capilla de los Mártires que, por otra parte, había visto reducida su iluminación al serle adosada la nueva construcción.
Por
entonces, la capilla era propiedad del primer marqués de Montesa, D. Fernando Vicente
de Montesa Gorráiz Beaumont de Navarra, Caparroso y Yáñez, biznieto de aquel
Martín de Caparroso, el mayor de los sobrinos del obispo. Ante la situación
planteada decidió reformarla por completo, dotándola de una hermosa cúpula con
linterna, decorada con ricos trabajos en yeso policromados, al gusto de la
época.
En las pechinas
aparecen las armas correspondientes a sus apellidos. Según Sánchez del Río que
las estudió, las del primer cuartel son de los Vicente; las del segundo, de los
Gorráiz; las del tercero, de los Montesa y las del cuarto, de los Beaumont.
Hemos encontrado
las armas completas del I marqués de Montesa que, en gran medida, coinciden con
las anteriores. En ellas, como en las de la capilla destaca el ave fénix sobre
la corona marquesal y la divisa “Virtus
in infirmitate perficitur” que está tomada de la segunda carta de San Pablo
a los Corintios, cuando el Señor, ante su petición de que le apartase de una
tentación le dijo: “Te basta mi gracia. La fuerza se realiza en la debilidad”,
según la traducción que aparece en la versión oficial de la Conferencia
Episcopal Española. Lleva acolada la cruz de Santiago, que también aparece en
la representación de la capilla, pues era caballero de esa orden.
Las
mismas armas, de las que esperamos ofrecer una descripción acorde con las leyes
de la Heráldica, contando con la colaboración de D. Raúl Rivarés, aparecen en
la rica decoración de la fuente para el lavatorio de las manos que se encuentra
en la sacristía contigua.
Por otra
parte, las armas episcopales de fray Juan López de Caparroso coronan la labor
en yeso que enmarcaba su retrato que, ahora, se exhibe en la segunda planta del
Museo de la Colegiata. Escudo partido con lobos de sable en campo de plata y
flores de lis de oro (aquí aparecen pintadas en sable) en campo de gules.
Es muy
interesante, asimismo, todo el programa pictórico de la cúpula en la que
aparecen ángeles con diversos atributos, como el representado en la fotografía
anterior que lleva en sus manos el capelo o sombrero con las 7 borlas, en
alusión al obispo Caparroso, y el Santo Rosario relacionado con su pertenencia
a la orden dominica.
En la parte superior de esta otra fotografía puede
verse enmarcado, otro alusión a la Orden de Predicadores: el perro con la tea
encendida, el “Domini canus” (perro del Señor).
Cuando
se reformó la colegiata en el siglo XIX, los marqueses de Montesa no
atendieron, al parecer, a los requerimientos del cabildo para contribuir a las
obras de rehabilitación. Por ese motivo, fue transformada en sala capitular, al
quedar incorporada la primitiva a la capilla de la Virgen de la Peana. Entonces
se trasladó el retablo a su actual emplazamiento, se cerró la capilla y se
dispusieron en sus muros unos bancos para los miembros supervivientes del
capítulo de una colegiata que, desde 1851, había sido de hecho suprimida.
Ahora,
este hermoso recinto se utiliza como almacén, un triste destino para el que,
como señalamos, fue uno de los espacios más espectaculares de Santa María y
que, en algún momento, volverá a recuperar su esplendor,
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