Hasta el siglo XVIII, los enterramientos se efectuaban en el interior de las iglesias o en el terreno circundante a las mismas. La mayor parte de la población lo hacía en las tres parroquias existentes, Santa María, San Bartolomé y San Miguel. Sin embargo, el convento de San Francisco se convirtió en el lugar preferido para determinadas familias acomodadas. Por su parte, los miembros de las cofradías disponían de carnerarios en las capillas de sus respectivas advocaciones, en los que eran sepultados todos sus miembros.
Cuando
se decretó la conversión obligatoria de los moriscos se creó para ellos un
cementerio propio que estuvo situado en el lugar donde, poco después, se
construyó el convento de Santa Clara. Ello obligó a crear otro nuevo en el
entorno de la ermita de San Jorge, donde aún siguen apareciendo restos.
Los
problemas sanitarios que planteaba el uso de las iglesias como cementerios,
agravados en el caso de Borja por la ruina en la que se encontraba la colegiata
de Santa María, a finales del siglo XVIII, obligaron a buscar otras
alternativas. Hay que tener en cuenta que el culto se había trasladado a los
claustros, convertidos en un lugar insalubre por los desagradables olores que
desprendían las tumbas, especialmente cuando, en el caso de epidemias, los
sepelios se multiplicaban.
Por este
motivo, se creó un cementerio en la ermita del Sepulcro que, durante un tiempo,
se utilizó junto al antiguo de San Jorge. Lo cierto es que sus instalaciones
eran muy precarias y pronto cayeron en el abandono.
Las
nuevas normas de política sanitaria obligaron al Ayuntamiento, en 1822, a
emprender la construcción del actual cementerio, en el lugar en donde se alzaba
el antiguo humilladero, el cual fue inaugurado el 3 de agosto de ese mismo año.
Se da la
circunstancia de que, por entonces, se produjo el proceso de segregación de
Albeta, hasta ese momento un barrio de la ciudad, para convertirse en nuevo
municipio, por lo que el cementerio quedó emplazado en el límite entre ambos,
de manera que las ampliaciones posteriores tuvieron que realizarse dentro del
nuevo término de Albeta, a cambio de que, en el, se enterraran sus habitantes.
El
límite entre ambos términos municipales venía marcado por la puerta de acceso,
la mitad derecha de la cual está en Borja y, a partir de la izquierda en
Albeta. La primera ampliación se efectuó en 1871 y, posteriormente, hubo otras,
algunas muy recientes. En 1893 se construyó un pequeño recinto para
enterramiento de condenados y personas de otras confesiones, ya que en esos
momentos era un “cementerio católico”, como se hacía constar sobre la puerta de
acceso. Su administración corría a cargo de una junta integrada por
representantes de la Iglesia y del Ayuntamiento hasta que, en la segunda mitad
del siglo XX, pasó a ser “cementerio municipal”, tras un acuerdo alcanzado con
la parroquia de Santa María.
Como hemos indicado, el cementerio se
edificó junto al humilladero, un templete de planta octogonal que, en su
origen, albergó la cruz de término de la ciudad, símbolo de jurisdicción,
asociado al concepto de picota como lugar en el que se exponían los condenados
a la vergüenza pública.
Respecto
a su construcción todavía existen problemas sin aclarar. Se sabe que, en
febrero de 1555, el consejo de Borja encargó al maestro de Alonso González la
fábrica de las iglesias de Ribas, Maleján y Albeta, así como el humilladero.
González llegó a levantar la iglesia de Maleján, pero tuvo que abandonar la
obra de las de Ribas y Albeta y no sabemos si llegó a terminar el humilladero,
aunque se construyó en esa época.
Diversos
autores han señalado que, en 1739, fue reedificado, pero la única actuación
efectuada en esa fecha, a instancias del corregidor D. Fernando del Busto y
Aguilar, fue reponer la cruz de término que estaba arruinada y cerrar las
“claraboyas y agujeros que hay, con el fin de que las aves nocturnas no se
refugien allí, alterando la decencia del lugar”. En la cruz figuraban las imágenes de “Cristo Nuestro
Señor y de Nuestra Señora de los Dolores” y fue desmontada en el siglo XIX al
convertir el recinto en capilla del cementerio, siendo arrojada al osario,
donde todavía se encontraba a comienzos del siglo XX.
Su fábrica es de ladrillo, con arcos de medio punto en cada uno de sus lados, entre pilastras. Sobre ellos se dispone el alero de doble hilada de ladrillos, la inferior de listel y la superior de pico. Sobre cada pilastra existe un pináculo prismático de ladrillo. Disponía de una pequeña espadaña con campana y tenía una puerta, que aún se conserva, en el camino de Albeta.
Al adaptarse
como capilla se abrió la actual, sobre la que se colocó una lápida
conmemorativa, en latín, con el siguiente texto: “AMPLISSIMVM HOC COEMETERIVM IVXTA
AEDICVLAM VIVIFICAE OLIM CRVCI SACRAM NOVISSIME REFECTAM ATQUE DOLOROSAE
DEIPARAE SOLLEMNITER DICATAM AD TVENDAM CIVIVM SANITATEM D. IVLIANVS A CALLEJA
VTRIVSQVE IVRIS COMPLVTENSIS DOCTOR BORGIAEQVE FIDELISSIMAE VRBIS PRAETOR
PVBLICO SVMPTV CONSTRVI FECIT ANNO DNI. MDCCCXXII NONIS AVGVSTI D. FERDINANDO
VII REGNANTE”, que traducido decía: “Este amplísimo cementerio,
junto a la capilla en otro tiempo consagrada a la Cruz que da vida, últimamente
reconstruida y dedicada solemnemente a la Dolorosa Madre de Dios, para proteger
la salud de los ciudadanos, hizo construir con dinero público D. Julián de
Calleja, doctor en ambos derechos por Alcalá y corregidor de la Fidelísima
Ciudad de Borja. En el año del Señor de
1822, en las nonas de agosto (5 de agosto), reinando D. Fernando VII”, haciendo
alusión a la construcción del cementerio en 1822 y al corregidor de aquellos
momentos D. Julián Calleja. Sobre ella, están las letras DOM, abreviatura de
“Deo Optimo Maximo”, una adaptación cristiana de la frase utilizada por los
romanos “Iovi Optimo Maximo” (IOM), en referencia al dios Júpiter.
Se cubre
con tejado a ocho vertientes, rematado por otro pináculo cilíndrico en el
centro. Al interior se cierra con una cúpula semiesférica ciega, sin otra
fuente de iluminación que el ventanal, situado sobre la puerta, en forma de
semicírculo.
En el
interior se encuentran tres altares con sus respectivas mesas, adosadas a la
pared, imitando mármol.
En el
central, situado, entre columnas con capitel jónico, existe un lienzo de la
Virgen Dolorosa, con Cristo yacente a sus pies. Tiene el corazón traspasado por
una gran espada. En la parte inferior la corona de espinas y la inscripción “INRI”
que estuvo en la cruz que se adivina, sobre un altozano, entre las de los dos
ladrones.
Está
rematado con un frontón triangular y, sobre el mismo, un tondo ovalado con un
lienzo en el que está representado San Roque, con sus atributos
característicos. Viste traje de peregrino con las vieiras en la esclavina. Se
toca con sombrero de ala ancha y lleva en su mano izquierda el bordón con la
calabaza, mientras que con la izquierda muestra la llaga de su pierna. Junto a
él, el perro con el pan en la boca que lo alimentaba, cuando cayó víctima de la
peste mientras atendía a los afectados por esta terrible epidemia.
En el altar de la izquierda, aparece
San Francisco con Cristo Crucificado que le abraza, mientras María contempla la
escena. Es una de las representaciones más características del Santo y hace
referencia a su renuncia a todos los bienes terrenales para seguir a Cristo que
lo acoge en su regazo, tras desclavar uno de sus brazos de la cruz. San
Francisco acerca su boca a la del costado para sorber esa sangre que bota de la
herida como, también, de las de sus manos, representada de manera muy realista.
Hay que recordar que el Santo fue uno de los pocos casos en el que se
reprodujeron los estigmas de la Pasión. Habitualmente,
los pies de San Francisco suelen apoyarse en el globo terráqueo, como expresión
de ese desprendimiento al que hacíamos referencia. En este caso lo hace sobre
un podio, a manera de escalera en el que figuran cuatro virtudes cristianas:
Caridad, Humildad, Obediencia y Paciencia.
En el altar de la derecha, aparecen las
Almas del Purgatorio, entre llamas, mientras que un ángel conduce hacia el
Paraíso a una que ya purgado su culpa con esa pena del alejamiento de Dios que,
en la iconografía clásica, se representaba con unas llamas similares a las del
Infierno, aunque la Teología siempre distinguió el carácter temporal de este
castigo, muy diferente a los condenados, por toda la Eternidad.
En
el interior de esta capilla estuvieron enterrados varios miembros del cabildo
de la colegial. Inicialmente, los miembros de dicho
cabildo recibían sepultura en la cripta situada bajo el presbiterio de Santa
María. Al crearse el cementerio, al mismo tiempo que desaparecía la colegiata,
los sacerdotes pasaron a ser enterrados en la iglesia del nuevo cementerio. A
mediados del siglo XX, mediante un acuerdo entre el M. I. Ayuntamiento y la
parroquia, se decidió construir, a ambos lados de dicha iglesia, un panteón,
constituido por dos alas. La de la izquierda estaba destinada a nuevos
enterramientos, mientras que en la de la derecha, con nichos de menor tamaño,
fueron depositados los de aquellos eclesiásticos que, hasta ese momento, se
encontraban en el interior de la capilla.
Esta
tarde, tendrá lugar allí una Liturgia de la Palabra que, desde hace algunos
años, ha venido a sustituir a la celebración eucarística que, el Día de los
Difuntos, se celebraba en su interior.
Comoquiera
que este pequeño e histórico templo que acabamos de comentar es muy poco
conocido, quizás sería conveniente que, durante estos días, permaneciera
abierto, al igual que otros “servicios”, cuyo cierre hemos lamentado los más
ancianos.
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