Hoy comentamos en otro artículo cómo se viajaba en diligencia durante el siglo XIX, pero aquí queremos referirnos a los peligros a los que se enfrentaban los viajeros y a un suceso que ocasionó las primeras bajas de la Guardia Civil, en el cumplimiento de una misión humanitaria.
No era el
menor, los posibles asaltos perpetrados por bandoleros que acechaban el paso de
los carruajes. No se piense que era algo que podía ocurrir en tierras lejanas.
Aquí está documentada la presencia de bandoleros en Siete Cabezos, junto a
Magallón y el puente de Vulcafrailes se produjeron algunos asaltos a cargo de
unos de Mallén que se cubrían con una capucha con orificios para ver.
Fue un tema que
inspiró a muchos artistas, incluso a Goya, al que pertenece la segunda imagen
y, también, quedó reflejado en la Literatura, donde el bandolero aparece con
cierta frecuencia rodeado de un halo romántico.
Pero, más
frecuentes eran los accidentes provocados por el mal estado de los caminos o
por circunstancias sobrevenidas, como las riadas inesperadas que sorprendían a
las diligencias en su recorrido. Precisamente, en el transcurso de un gran
temporal es donde acaeció el suceso que protagonizaron dos heroicos Guardias
Civiles.
El Instituto de
la Guardia Civil había sido creado por el duque de Ahumada el 28 de marzo de
1844, con la misión fundamental de garantizar la seguridad de los caminos. Pero
su misión era más amplia. El artículo 35 de su Cartilla señalaba que “En las
avenidas de los ríos, huracanes, temblores de tierra o cualesquiera otra
calamidad, prestará cuantos auxilios estén a su alcance, a los que se vieren
envueltos en estos males”.
Habían
transcurrido sólo seis años desde la fundación del Cuerpo cuando, el 13 de
septiembre de 1850, partió de Barcelona, con destino a Valencia, una diligencia
de la compañía de “Diligencias y Postas Generales”.
En la noche del
14 de septiembre, en las inmediaciones del puerto de Oropesa, ese carruaje
embarrancó en un arroyo que venía crecido, con grave riesgo de perderse. El
cabo con dos guardias del puesto de esa localidad logró llegar hasta la
diligencia, rescatando a los pasajeros, con agua casi hasta el cuello y,
posteriormente, con la ayuda de otros vecinos que, con sus caballerías
colaboraron en la tarea, pudieron sacar la diligencia.
Pero, tras
reanudar su marcha, en medio del temporal, al atravesar un precipicio, el
camino cedió y la diligencia se despeñó por el barranco de Bellver, por el que
las aguas embravecidas llegaban hasta el mar.
Hasta allí
llegaron otros dos guardias, Pedro Ortega y Antonio Jimeno, que prestaban
servicio en medio del temporal. Intentaron rescatar a las víctimas, dejando su
armamento, zapatos y correaje en el pretil, antes de bajas al barranco.
Al amanecer,
encontraron los cuerpos de los dos guardias, así como los cadáveres de los diez
pasajeros y los del mayoral, el zagal y el postillón, que arrojó el mar.
El suceso tuvo
una gran repercusión y, en el lugar del accidente, fue levantado un monolito en
homenaje a los heroicos Guardias Civiles, a los que, todavía se les sigue
recordando. Por éste y otros hechos similares, el rey Alfonso XIII, por un Real
Decreto de 4 de octubre de 1929, concedió el título de “Benemerito” y la Gran
Cruz de la Orden Civil de Beneficencia al Instituto.















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