En
diversos lugares del mundo existen una serie de poblaciones que llevan el
nombre de Borja. En concreto, podemos encontrarlas en Albania (1), Bosnia-Herzegovina
(1), Ecuador (1), El Salvador (1), Filipinas (1), Marruecos (al menos 3),
Noruega (1), Paraguay (1), Perú (2), Polonia (1) y Serbia (1). Sin embargo,
ninguna de ellas guarda una relación directa con nuestra ciudad. Es
significativo el hecho de que varias de ellas se encuentren en zonas musulmanas
porque, como es bien conocido, “Borj-a” es una palabra árabe que significa “la
torre” o “la atalaya”.
Hoy,
sin embargo, queremos referirnos a una de las Borjas peruanas que fue, sin
duda, la que tuvo una historia más relevante, aunque trágica en varios momentos
de su existencia.
Su
nombre oficial es el de “San Francisco de Borja”, aunque se la conoció con la
forma abreviada de “Borja” desde el momento de su fundación ,que tuvo lugar el
7 de diciembre de 1619, en el marco de la conquista del territorio de los
Mainas, una tribu descubierta, a finales del siglo XVI, a orillas del río
Marañón.
La
historia de las relaciones entre españoles y mainas nos permite acercarnos a
determinados aspectos de la conquista que, con frecuencia, suelen ser
marginados en aras de una visión demasiado amable de nuestra acción
colonizadora.
A
finales del siglo XVI, la presencia española en la costa del Pacífico se había
ido consolidando. En 1563, fue creada la Real Audiencia de Quito, dependiente
del virreinato del Perú y, desde allí, se planificaba la entrada en nuevos
territorios conforme iban llegando noticias de sus características y de las
tribus que los habitaban.
Una
de esas etnias eran los mainas que eran descritos, por las primeras personas
que entraron en contacto con ellos, como gentes de elevada talla y fuerte
complexión que habitaban en una región muy fértil. Estas circunstancias y el
hecho de que mostraran una apariencia pacífica y favorable al trato con
españoles, despertó el interés por ocupar sus territorios para dedicarlos a la
explotación agrícola, bajo la coartada de evangelizar a sus pobladores.
Que
no eran tan pacíficos como se había supuesto lo demuestra el hecho de que, en
1615, hicieron una incursión en tierras pobladas por españoles y ocasionaron
algunas bajas que provocaron el envío de una expedición de castigo que, por
primera vez, llegó al corazón de su territorio, atravesando el llamado “Pongo
de Manseriche”, castigando a los culpables y logrando la pacificación del
resto.
A
raíz de estos hechos, el capitán Diego Vaca de la Vega que, por aquel entonces,
se había convertido en un rico hacendado de la ciudad de Loja, tras realizar un
viaje de reconocimiento, decidió emprender la conquista del territorio de los
mainas, suscribiendo la preceptiva capitulación con el virrey del Perú, el 17
de septiembre de 1618. Al frente del virreinato se encontraba en aquellos
momentos D. Francisco de Borja y Aragón,
nieto de San Francisco de Borja, casado
con Ana de Borja, prima suya y princesa de Esquilache, el cual le concedió el
título de Gobernador de las tierras que conquistase, con jurisdicción sobre un
territorio de unas ciento cincuenta leguas, en las que podía crear 24
encomiendas, dependientes de una ciudad que se comprometía a fundar.
Con
la licencia en su poder, comenzó los aprestos necesarios y, al año siguiente,
partió con 60 soldados, a bordo de 22 canoas, hacia el territorio maina del que
tomó posesión sin encontrar resistencia.
Cumpliendo
lo acordado, el 7 de diciembre de 1619, en el lugar llamado de los Naranjos,
donde la tropa se había fortificado, el gobernador, en presencia del presbítero
Alonso de Peralta, designado cura y vicario de la nueva provincia, y de otros
dos religiosos, procedió a fundar una ciudad a la que dio el nombre de “San
Francisco de Borja” en homenaje al virrey.
Nacía
así la ciudad de Borja, nombre con el que fue conocida, y en la que se
establecieron, inicialmente, los españoles y unos 700 indios que, seguidamente,
fueron distribuidos entre los 24 encomenderos que se hicieron cargo de las
correspondientes encomiendas autorizadas por el virrey.
Poner
en cultivo aquellas tierras e intentar obtener rápidos beneficios de las mismas
no era una empresa fácil y, para ello, no se dudó en utilizar a los indios como
si de esclavos se tratara. La falta de costumbre y la dureza de un trato al que
no estaban acostumbrados provocó una animosidad creciente contra los españoles,
acrecentada por los duros castigos que se imponían para acallar las protestas
que iban surgiendo.
En
esta situación de extrema tensión fue fraguándose la rebelión del pueblo maina
que, finalmente, estalló en febrero de 1635, quince años después de la
conquista. Los preparativos se llevaron a cabo con la mayor discreción,
logrando sorprender a los encomenderos y soldados cuando se encontraban
dispersos por sus haciendas. Treinta y cuatro de ellos fueron asesinados al
inicio de la revuelta, pero cuando se dirigieron a Borja para acabar con el
resto, los trece restantes lograron hacerse fuertes en el interior de la
iglesia, resistiendo sucesivos ataques, hasta que los indios se retiraron, tras
sufrir algunas bajas, sin lograr abrir brecha en el templo.
Aunque
se planteó la posibilidad de abandonar la ciudad, las dificultades que ello
entrañaba, dada la distancia a la que se encontraban y el riesgo de ser
acometidos en la retirada, decidieron resistir a la espera de recibir auxilio,
en caso de que pudieran notificar lo ocurrido a las autoridades españolas.
Es
llamativo el hecho de que pudieran establecer contacto y, sobre todo, el que algunos
días después fuera enviado, desde la ciudad de Santiago, un fuerte contingente
de tropas al mando del Maestre de Campo D. Miguel de Funes.
La
rebelión de los mainas provocó una respuesta extremadamente cruel que se dilató
en el tiempo, con ayuda de unos indios rivales, los jeveros, en lo que puede
ser considerado como un lamentable episodio de violencia incontrolada e
injustificable.
Cuando
algunos años después, llegaron hasta aquel lugar los primeros misioneros
jesuitas les produjo una impresión terrible encontrar “a tantos indios
ajusticiados, tantos cuerpos descuartizados en las horcas y árboles, tantos
desorejados, muchos desnarigados, desgarronados otros, cortadas las manos y los
pies a cual y cual, llagados y desollados con azotes los que mejor se libraban;
que todo esto no paraba aún, sino que seguía con todo furor, crueldades que
nadie creería, si no constase”.
Los
padres de la Compañía de Jesús habían llegado a Quito en 1586 y muy pronto
orientaron su labor apostólica hacia la evangelización y cuidado de los indios.
En primer lugar, los que residían en la propia ciudad y, más tarde, los de
aquellos territorios que iban siendo descubiertos. La cuenca del Amazonas se
convirtió en territorio de misión para los jesuitas, aunque el empeño que
ponían en la defensa de los indios y en denunciar las injusticias que, contra
ellos, se cometían suscitó la animosidad de los encomendero y tan sólo el apoyo
de las autoridades coloniales y, de manera especial, el del Presidente de la
Audiencia de Quito D. Alonso Pérez de Salazar, hizo posible la continuidad de
su labor evangelizadora.
D.
Pedro Vaca, que era hijo del fundador de Borja, propuso al Presidente de la
Audiencia y al obispo de Quito que fueran enviados algunos miembros de la
Compañía a esa ciudad, ofreciendo al Rector del Colegio acompañar a los
designados durante todo el trayecto. El 21 de octubre de 1639 salieron de Quito
dos jesuitas, junto con el nuevo gobernador, iniciando un duro viaje que se
prolongó durante cuatro meses. Tras detenerse en las ciudades de Loja y de Jaén
de Bracamoros, se dirigieron a un embarcadero del río Marañón, situado a cuatro
días de distancia de Jaén.
Allí
les esperaban dos grandes canoas enviadas desde Borja, en las que embarcaron
para cubrir las 60 leguas que, todavía, les separaban de su punto de destino,
al que no llegaron hasta el 6 de febrero de 1638. En Borja fundaron una misión que se mantendría
activa hasta la expulsión de los jesuitas. La desaparición de los misioneros
provocó el rápido declive de la población que tuvo que ser refundada mucho
después, aunque el pequeño poblado se vio también sometido a ataques de tribus
rivales, cuyo relato es imposible se sintetizar en un breve artículo.
En
la imagen podemos ver la zona de la Amazonia donde se ubica Borja. En la parte
inferior se aprecia la confluencia del río Santiago con el río Marañón, el cual
corta a continuación la cadena de cerros Campanqui para formar una garganta
llamada Pongo de Manseriche.
Los
pongos es el nombre que reciben esos estrechos entre montañas donde se
precipitan las aguas formando rápidos y torbellinos.
Hay
que tener en cuenta que el Marañón tiene un caudal medio de unos 5.000 metros
cúbicos por segundo, pero puede alcanzar los 9.480, como ocurrió en 1970. De
ahí la dificultad que entraña su paso, en determinadas épocas y los naufragios
que tienen lugar en esa zona, aunque la utilización de embarcaciones de motor
facilita el paso. En este vídeo se aprecian muy bien las características de la
zona:
Este
es el paisaje que puede divisarse desde Borja, situada a unos 5 kilómetros del
pongo y que es la capital del distrito de Manseriche, en la provincia del Alto
Amazonas, Departamento de Loreto. Cuenta con una población de unos 200
habitantes, aunque sus carencias son notorias pues, por ejemplo, la
electricidad la produce un generador durante un limitado número de horas. El
gobierno peruano ha diseñado un plan de construcción de presas en la cuenca del
Marañón, una de las cuales estaría situada en el pongo. Su objetivo es el de
incrementar la producción eléctrica nacional, aunque no conocemos el desarrollo
actual de este ambicioso proyecto.
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