martes, 8 de julio de 2014

Las Borjas de ultramar

            En diversos lugares del mundo existen una serie de poblaciones que llevan el nombre de Borja. En concreto, podemos encontrarlas en Albania (1), Bosnia-Herzegovina (1), Ecuador (1), El Salvador (1), Filipinas (1), Marruecos (al menos 3), Noruega (1), Paraguay (1), Perú (2), Polonia (1) y Serbia (1). Sin embargo, ninguna de ellas guarda una relación directa con nuestra ciudad. Es significativo el hecho de que varias de ellas se encuentren en zonas musulmanas porque, como es bien conocido, “Borj-a” es una palabra árabe que significa “la torre” o “la atalaya”.



            Hoy, sin embargo, queremos referirnos a una de las Borjas peruanas que fue, sin duda, la que tuvo una historia más relevante, aunque trágica en varios momentos de su existencia.
            Su nombre oficial es el de “San Francisco de Borja”, aunque se la conoció con la forma abreviada de “Borja” desde el momento de su fundación ,que tuvo lugar el 7 de diciembre de 1619, en el marco de la conquista del territorio de los Mainas, una tribu descubierta, a finales del siglo XVI, a orillas del río Marañón.
            La historia de las relaciones entre españoles y mainas nos permite acercarnos a determinados aspectos de la conquista que, con frecuencia, suelen ser marginados en aras de una visión demasiado amable de nuestra acción colonizadora.

            A finales del siglo XVI, la presencia española en la costa del Pacífico se había ido consolidando. En 1563, fue creada la Real Audiencia de Quito, dependiente del virreinato del Perú y, desde allí, se planificaba la entrada en nuevos territorios conforme iban llegando noticias de sus características y de las tribus que los habitaban.
            Una de esas etnias eran los mainas que eran descritos, por las primeras personas que entraron en contacto con ellos, como gentes de elevada talla y fuerte complexión que habitaban en una región muy fértil. Estas circunstancias y el hecho de que mostraran una apariencia pacífica y favorable al trato con españoles, despertó el interés por ocupar sus territorios para dedicarlos a la explotación agrícola, bajo la coartada de evangelizar a sus pobladores.
            Que no eran tan pacíficos como se había supuesto lo demuestra el hecho de que, en 1615, hicieron una incursión en tierras pobladas por españoles y ocasionaron algunas bajas que provocaron el envío de una expedición de castigo que, por primera vez, llegó al corazón de su territorio, atravesando el llamado “Pongo de Manseriche”, castigando a los culpables y logrando la pacificación del resto.
            A raíz de estos hechos, el capitán Diego Vaca de la Vega que, por aquel entonces, se había convertido en un rico hacendado de la ciudad de Loja, tras realizar un viaje de reconocimiento, decidió emprender la conquista del territorio de los mainas, suscribiendo la preceptiva capitulación con el virrey del Perú, el 17 de septiembre de 1618. Al frente del virreinato se encontraba en aquellos momentos  D. Francisco de Borja y Aragón, nieto de  San Francisco de Borja, casado con Ana de Borja, prima suya y princesa de Esquilache, el cual le concedió el título de Gobernador de las tierras que conquistase, con jurisdicción sobre un territorio de unas ciento cincuenta leguas, en las que podía crear 24 encomiendas, dependientes de una ciudad que se comprometía a fundar.
            Con la licencia en su poder, comenzó los aprestos necesarios y, al año siguiente, partió con 60 soldados, a bordo de 22 canoas, hacia el territorio maina del que tomó posesión sin encontrar resistencia.
            Cumpliendo lo acordado, el 7 de diciembre de 1619, en el lugar llamado de los Naranjos, donde la tropa se había fortificado, el gobernador, en presencia del presbítero Alonso de Peralta, designado cura y vicario de la nueva provincia, y de otros dos religiosos, procedió a fundar una ciudad a la que dio el nombre de “San Francisco de Borja” en homenaje al virrey.
            Nacía así la ciudad de Borja, nombre con el que fue conocida, y en la que se establecieron, inicialmente, los españoles y unos 700 indios que, seguidamente, fueron distribuidos entre los 24 encomenderos que se hicieron cargo de las correspondientes encomiendas autorizadas por el virrey.
            Poner en cultivo aquellas tierras e intentar obtener rápidos beneficios de las mismas no era una empresa fácil y, para ello, no se dudó en utilizar a los indios como si de esclavos se tratara. La falta de costumbre y la dureza de un trato al que no estaban acostumbrados provocó una animosidad creciente contra los españoles, acrecentada por los duros castigos que se imponían para acallar las protestas que iban surgiendo.
            En esta situación de extrema tensión fue fraguándose la rebelión del pueblo maina que, finalmente, estalló en febrero de 1635, quince años después de la conquista. Los preparativos se llevaron a cabo con la mayor discreción, logrando sorprender a los encomenderos y soldados cuando se encontraban dispersos por sus haciendas. Treinta y cuatro de ellos fueron asesinados al inicio de la revuelta, pero cuando se dirigieron a Borja para acabar con el resto, los trece restantes lograron hacerse fuertes en el interior de la iglesia, resistiendo sucesivos ataques, hasta que los indios se retiraron, tras sufrir algunas bajas, sin lograr abrir brecha en el templo.
            Aunque se planteó la posibilidad de abandonar la ciudad, las dificultades que ello entrañaba, dada la distancia a la que se encontraban y el riesgo de ser acometidos en la retirada, decidieron resistir a la espera de recibir auxilio, en caso de que pudieran notificar lo ocurrido a las autoridades españolas.
            Es llamativo el hecho de que pudieran establecer contacto y, sobre todo, el que algunos días después fuera enviado, desde la ciudad de Santiago, un fuerte contingente de tropas al mando del Maestre de Campo D. Miguel de Funes.
            La rebelión de los mainas provocó una respuesta extremadamente cruel que se dilató en el tiempo, con ayuda de unos indios rivales, los jeveros, en lo que puede ser considerado como un lamentable episodio de violencia incontrolada e injustificable.
            Cuando algunos años después, llegaron hasta aquel lugar los primeros misioneros jesuitas les produjo una impresión terrible encontrar “a tantos indios ajusticiados, tantos cuerpos descuartizados en las horcas y árboles, tantos desorejados, muchos desnarigados, desgarronados otros, cortadas las manos y los pies a cual y cual, llagados y desollados con azotes los que mejor se libraban; que todo esto no paraba aún, sino que seguía con todo furor, crueldades que nadie creería, si no constase”.



            Los padres de la Compañía de Jesús habían llegado a Quito en 1586 y muy pronto orientaron su labor apostólica hacia la evangelización y cuidado de los indios. En primer lugar, los que residían en la propia ciudad y, más tarde, los de aquellos territorios que iban siendo descubiertos. La cuenca del Amazonas se convirtió en territorio de misión para los jesuitas, aunque el empeño que ponían en la defensa de los indios y en denunciar las injusticias que, contra ellos, se cometían suscitó la animosidad de los encomendero y tan sólo el apoyo de las autoridades coloniales y, de manera especial, el del Presidente de la Audiencia de Quito D. Alonso Pérez de Salazar, hizo posible la continuidad de su labor evangelizadora.
            D. Pedro Vaca, que era hijo del fundador de Borja, propuso al Presidente de la Audiencia y al obispo de Quito que fueran enviados algunos miembros de la Compañía a esa ciudad, ofreciendo al Rector del Colegio acompañar a los designados durante todo el trayecto. El 21 de octubre de 1639 salieron de Quito dos jesuitas, junto con el nuevo gobernador, iniciando un duro viaje que se prolongó durante cuatro meses. Tras detenerse en las ciudades de Loja y de Jaén de Bracamoros, se dirigieron a un embarcadero del río Marañón, situado a cuatro días de distancia de Jaén.
            Allí les esperaban dos grandes canoas enviadas desde Borja, en las que embarcaron para cubrir las 60 leguas que, todavía, les separaban de su punto de destino, al que no llegaron hasta el 6 de febrero de 1638.  En Borja fundaron una misión que se mantendría activa hasta la expulsión de los jesuitas. La desaparición de los misioneros provocó el rápido declive de la población que tuvo que ser refundada mucho después, aunque el pequeño poblado se vio también sometido a ataques de tribus rivales, cuyo relato es imposible se sintetizar en un breve artículo.



            En la imagen podemos ver la zona de la Amazonia donde se ubica Borja. En la parte inferior se aprecia la confluencia del río Santiago con el río Marañón, el cual corta a continuación la cadena de cerros Campanqui para formar una garganta llamada Pongo de Manseriche.
            Los pongos es el nombre que reciben esos estrechos entre montañas donde se precipitan las aguas formando rápidos y torbellinos.



            Hay que tener en cuenta que el Marañón tiene un caudal medio de unos 5.000 metros cúbicos por segundo, pero puede alcanzar los 9.480, como ocurrió en 1970. De ahí la dificultad que entraña su paso, en determinadas épocas y los naufragios que tienen lugar en esa zona, aunque la utilización de embarcaciones de motor facilita el paso. En este vídeo se aprecian muy bien las características de la zona:




            Este es el paisaje que puede divisarse desde Borja, situada a unos 5 kilómetros del pongo y que es la capital del distrito de Manseriche, en la provincia del Alto Amazonas, Departamento de Loreto. Cuenta con una población de unos 200 habitantes, aunque sus carencias son notorias pues, por ejemplo, la electricidad la produce un generador durante un limitado número de horas. El gobierno peruano ha diseñado un plan de construcción de presas en la cuenca del Marañón, una de las cuales estaría situada en el pongo. Su objetivo es el de incrementar la producción eléctrica nacional, aunque no conocemos el desarrollo actual de este ambicioso proyecto. 

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