El
carnaval es una fiesta asociada al comienzo de la Cuaresma que,
tradicionalmente, se iniciaba el domingo anterior al Miércoles de Ceniza y se
prolongaba hasta el martes. Sobre el origen de la palabra se han propuesto
diversas etimologías. La Real Academia de la Lengua lo hace derivar del vocablo
italiano “carnavale”, relacionado con “carne” y “levare”, quitar carne,
alimento vedado en determinados días de la Cuaresma. Una palabra sinónima es
“carnestolendas”, del latín caro, carnis
(carne) y tollendus, tollere (quitar).
Todavía en nuestra zona se utiliza como “carrastolendas”, como en el dicho que
asocia el carnaval con otras fiestas de invierno:
“Por San Antón, Carrastolendas son”.
El
carnaval de nuestra comarca se caracterizó siempre por el empleo de disfraces,
con los que se evitaba ser reconocidos. Para ello, era necesario taparse la
cara y cambiar el tono de la voz. Ello facilitaba la liberalidad en las
actuaciones propias de esos días, siempre de carácter lúdico y cierto
desenfreno que, en ocasiones, podía suscitar problemas e incluso graves
consecuencias, pues hemos documentado agresiones y homicidios en el curso de
estas fiestas, aunque no era lo habitual.
Lo
normal eran las provocaciones inocentes a la voz de “¿A qué no me conoces?” y
el intento de los interpelados en reconocer a quien se escondía tras la
máscara. Era costumbre que si se lograba identificar, debía volver a casa y
cambiar el disfraz.
No se
debe pensar que los disfraces eran muy complicados, pues lo más frecuente era
utilizar la “mascaruta”, un simple trapo con dos agujeros que cubría la cara,
como el traje de “fantasma” que emplean los niños en Halloween.
Pero,
dentro de esa sencillez, los disfrazados adquirían una personalidad propia,
siendo conocidos con nombres diferentes en determinadas localidades. Así, en Agón, Alberite de San Juan, Albeta,
Bisimbre y Magallón, se les denominaba “cipoteros”, mientras que en Bureta y Pozuelo de Aragón se utilizaba la palabra “zaputeros” y en Tabuenca eran llamados “mazorrios”.
Iban tapados con la mascaruta que, a veces, era un simple saco de arpillera y
llevaban una escoba o una vara rematada con una vejiga, de ahí su nombre.
Recorrían las calles, entrando en las casas, para sustraer algún embutido o
pedían roscones, como en Tabuenca.
Lógicamente,
asustaban a los niños, mientras los mayores les provocaban al grito de:
“¡Cipotero viejo, morros de conejo!
¡A
que no me coges, cipotero viejo!”
Como se señala en la
obra La tradición oral en el Moncayo
aragonés, estos personajes del carnaval han llegado a formar parte del
imaginario infantil y en Agón, por
ejemplo, los niños jugaban al cipotero
en cualquier época del año y todavía se les asusta diciendo “¡Que viene el cipotero!” o en Tabuenca
con la amenaza de “¡Que vendrá la
mazorria!”.
Pero, al margen de los
sencillos disfraces que hemos comentado había otros, tampoco demasiado
complicados, utilizando sábanas atadas a la cabeza, con una canasta o una
silla, puestas al revés. En Agón se
utilizaba un cinturón con cencerros colgando, a imagen de otros lugares.
Más curioso era el
personaje denominado “higuí”, por llevar una caña con un higo atado a una
cuerda, el cual incitaba a los niños a morderlo sin utilizar las manos:
“¡Al
higuico, al higuico,
que
está madurico!”
Pero, si uno lo tomaba
con la mano, le recriminaba su acción, golpeándole con el palo y diciendo:
“¡Al
higuí, al higuí.
Con
la mano no,
con
la boca sí!”
Nos ha sorprendido
especialmente otra referencia al carnaval de Agón, en el que desfilaba una persona vestida de rey, con su
comitiva de maceros, encarnados por sus amigos. Cabría la posibilidad de que
estuviéramos ante un caso de supervivencia de la tradición medieval del “rey
pájaro” que en nuestra zona tuvo gran implantación, como lo demuestra los
testimonios documentales conservados y la representación iconográfica de la
ermita de Ntra. Sra. de la Huerta de Fréscano.
No era infrecuente el
trasvestismo en los disfraces: hombres vestidos de mujeres y viceversa, dando
lugar a equívocas situaciones, especialmente en los bailes, habituales en estas
fechas. Bailes populares y también en los círculos recreativos y casinos, en
los que era obligatorio acudir convenientemente disfrazados. En estos casos,
los trajes solían ser más elaborados, predominando el de “dominó”, arlequín o
payasos, mientras que las mujeres preferían los de “guapas” o damas con
atractivos aderezos.
Debemos recordar
también a las “murgas” que, junto con la música, tenían un papel relevante, con
sus letras críticas y alusiones a acontecimientos ciudadanos. Los bailes
nocturnos, con instrumentos tradicionales, constituían el complemento habitual
de estas celebraciones, en las que el ingenio de algunos daba ocasión para
situaciones cómicas, aunque no faltaban las meras gamberradas.
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