El 25 de noviembre de 1655 fue bautizado en la iglesia parroquial de Tabuenca fray Antonio Sanjuán Royo. Era hijo de Diego Sanjuán y de María Royo. Ordenado sacerdote marchó como misionero a Filipinas. Es recordado porque, al morir, dejó una importante cantidad dinero para que se celebrar un aniversario cada 23 de diciembre, fecha de su fallecimiento.
Para garantizar la
asistencia al mismo, al término de la Misa se entregaba 0,75 pesetas a cada uno
de los miembros de la corporación municipal que hubieran estado presentes, así
como aquellos otros que hubieran ocupado cargos en el Ayuntamiento anteriormente.
Al resto de la concurrencia se les daban diez céntimos, si eran casados, y
cinco a los solteros. Del cumplimiento de su voluntad eran responsables el
párroco y los cuatro primeros concejales que recibían por esa labor una peseta,
junto con la cantidad que les correspondía por asistir al aniversario.
El Ayuntamiento de Tabuenca decidió dedicar una de las calles de la localidad a los “Reverendos Padres San Juan y Vela, hijos de esta villa”. Se da la circunstancia de que con el apellido de “Vela” existió un capuchino llamado fray Manuel Vela Sanjuán que fue quien donó los fondos necesarios para la construcción de la ermita de la Virgen del Niño Perdido y también dejó fondos para celebrar aniversarios con la misma costumbre que hemos relatado. Al estar la placa redactada en plural, pensamos que la alusión al P. San Juan se refiere a fray Antonio. Pero, al ser sustituida la antigua placa por otra cerámica, sólo se hizo constar “Sanjuán y Vela”.
El 25 de noviembre de
1821 nació en Mallén el P. Pascual
Ibáñez de Santa Filomena. Era hijo de Blas Ibáñez y de Alejandra de Sola
que dio a luz a dos gemelos, uno de los cuales murió poco después de nacer.
Pascual logró sobrevivir, convirtiéndose en el sexto hijo de esa modesta
familia de agricultores.
De débil constitución,
pero con una clara inclinación al estudio y una firme vocación religiosa, no
pudo cumplir sus deseos, debido a la supresión de muchos conventos, tras la
Desamortización. Sin embargo, pudo comenzar sus estudios, bajo la dirección del
P. fray Ramón Borruel, antiguo provincial de los franciscanos de Aragón, que
era tío suyo y que, tras la exclaustración, residía en Mallén.
Pero, los problemas
económicos de la familia, obligaron a su padre a enviarlo a trabajar al campo,
lo que no pudo soportar por su delicada salud, cayendo enfermo muy pronto.
Entonces decidieron mandarlo a Tarazona, como aprendiz de la confitería Senac.
Estando en esa ciudad
tuvo conocimiento de la existencia del convento de agustinos de Monteagudo que
había sobrevivido a la Desamortización, por su condición de colegio para la
formación de misioneros con destino a Filipinas. Allí ingresó en 1844, tomando
el nombre de Pascual Ibáñez de Santa Filomena y, tras ser ordenado sacerdote,
fue enviado al lejano archipiélago filipino, como coadjutor de la parroquia de
Zamboanga. El 14 de julio de 1847 embarcó en el puerto de Cádiz, llegando a su
destino tras un duro viaje que, en aquellos momentos, era efectuado barajando
el cabo de Buena Esperanza, ya que no estaba abierto el canal de Suez.
Zamboanga es una ciudad situada en el
extremo de una península que forma la isla de Mindanao, frente a la isla de
Basilan. Allí existe todavía el fuerte levantado por España que lleva el nombre
de “Pilar”.
Antes de llegar a su
destino, la embarcación que le conducía fue atacada por un grupo de piratas que
pudo ser rechazado con la ayuda de los pasajeros, sorprendiendo a todos el
valor del P. Ibáñez en aquellos delicados momentos. Era párroco de Zamboanga el
P. Fernando Gotor de la Concepción, otro ilustre hijo de Mallén, localidad que
como se resalta en la obra a la que hacemos referencia, fue con Atea la que más
misioneros agustinos dio de todo Aragón. En compañía de su paisano inició el P.
Ibáñez sus actividades apostólicas, distinguiéndose por su entrega hacia los
feligreses y por su excepcional comportamiento con los heridos que llegaron
allí, tras la batalla de Balanguingui, librada por el Capitán General D.
Narciso Clavería contra los rebeldes moros.
Se conocía con este
nombre a los habitantes de Joló, una isla poblada por musulmanes, bajo la
autoridad de un sultán que, procedente de Borneo, se había establecido allí,
con la aquiescencia del mando español, con la condición de respetar su
soberanía. Sin embargo, los problemas fueron constantes y los ataques piráticos
emprendidos desde la isla se convirtieron en un grave problema para las
poblaciones limítrofes y para la navegación por aquellas aguas.
En la segunda, llevada a cabo en 1851, participó el P. Ibáñez al frente de una compañía de 250 nativos bisayas a los que había encuadrado e instruido militarmente. Al frente de ellos, tomó parte activa en el asalto al fuerte Daniel, el 2 de marzo de ese año. Tras ser rechazado el primer ataque de las tropas españolas, el P. Ibáñez se dirigió a sus hombres con las siguientes palabras:
“Fieles bisayas: nuestros hermanos han sido repelidos una vez por los infieles; tanta resistencia exige todo nuestro ardor y esfuerzos. ¡A ellos! Y si me veis que muero, la victoria es segura; mi destino es morir por mi religión y mi patria; y el vuestro es vencer en nombre de Dios. Así lo presiento, bisayas.”
Inmediatamente, se lanzó contra el fuerte, logrando coronar el muro por
la brecha abierta y, mientras gritaba “¡Viva Jesús! ¡Viva la Reina!” cayó
abatido por una bala enemiga, mientras el resto de la fuerza lograba conquistar
la posición y, posteriormente, reducir a los rebeldes, regresando en triunfo a
Manila. Así murió este singular mallenero, a los 29 años de edad.
El Ayuntamiento de su
villa natal tomo el acuerdo, el 14 de marzo de 1897, de honrar su memoria
colocando su retrato en el Salón de Sesiones y dando su nombre a una de las
calles de la población. La calle aún lo mantiene, tras diversas vicisitudes,
pero el retrato fue retirado hace algunos años, junto con el del P. Domingo
Cabrejas, siendo instalados más tarde en la sacristía de la iglesia parroquial.
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