El 11 de abril de 1871 nació en Borja el hermano Miguel Isidro Alejaldre Lardiés S. J. Su padre era un modesto zapatero y tanto él como su esposa profundamente religiosos. Isidro fue el único hijo del matrimonio, nacido cuando sus progenitores tenían ya cierta edad, por lo que fue recibido con la natural alegría.
Nada más efectuar la Primera Comunión ingresó en la
Congregación Mariana, donde fue un auténtico ejemplo de virtud para todos sus
compañeros. Ejercía como sacristán en el convento de la Concepción y allí se
retiraba a orar en un pequeño habitáculo situado tras el retablo mayor.
Para nadie fue una
sorpresa que, en 1889, manifestara su deseo de ingresar en la Compañía de
Jesús, algo hacia lo que se mostraron reticentes sus superiores, dado que sus
padres tenían 80 y 70 años, respectivamente. Tras el fallecimiento de su padre
en 1893, una familia borjana se hizo cargo de la madre y el joven pudo ver
cumplidas sus aspiraciones, ingresando en Veruela como hermano coadjutor.
Un mes y medio después fue enviado a Gandía, donde emitió sus primeros votos el 1 de octubre de 1895, siendo destinado en el verano de 1896 al colegio de Sarriá en Barcelona, donde permaneció durante 37 años. Durante ese tiempo fue un modelo para todos los que le conocieron que fueron muchos, dado que ejercía como portero del colegio. En 1928 fue destinado a la Casa de Ejercicios que se acababa de fundar, próxima al colegio.
Allí le sorprendió la disolución de la Compañía de Jesús, decretada
por el gobierno de la II República y la incautación de todos sus bienes. El
hermano Alejandre, en compañía de un padre ya anciano, pasó a residir en una
pequeña casa, desde la que continuó realizando labores pastorales.
A comienzos de 1934
contrajo una gripe que fue empeorando hasta provocarle el fallecimiento el 11
de abril de ese año. Su fama de santidad se extendió rápidamente y fueron
numerosos los supuestos milagros obrados por su intercesión. En 1936 fue
publicada su biografía, que se conserva en nuestro Centro, pero las difíciles
circunstancias por las que atravesó España no hicieron posible la incoación de
su proceso de beatificación, como deseaban muchos de sus coetáneos.
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