martes, 6 de febrero de 2024

De Borja al Santuario de Misericordia

 

         Nos deteníamos ayer en el momento en el que el periodista Enrique Sepúlveda había llegado a Borja, tras un duro viaje, y tras aposentarse en el Parador de Frauca se disponía a recorrer nuestra ciudad.


         Lo cierto es que, a pesar de las penalidades padecidas, la visión que ofrecía de Borja no podía ser más positiva: “Sus alrededores son hermosos y recrean la vista del viajero con la variedad de paisajes que presentan, todos nuevos y agradables, todos exuberantes de vegetación y adornados con las espléndidas galas de la naturaleza virgen. Rico en hortalizas, cereales y frutas; abundante en vino y aceite y con pastos magníficos para todo tipo de ganados, Borja no conoce la miseria y en sus dominios parece que la Providencia ha vertido sus dones a manos llenas”.

 

         Distinta fue la impresión que le produjo el recorrido por sus calles, en compañía de un guía que le facilitaron. “Lo que más abunda en Borja son las iglesias. Hay dos, llamadas San Bartolomé y San Miguel, y dos conventos de monjas, y eso contribuye a dar al pueblo ese aspecto triste y melancólico que tanto agrada cuando se ve por primera vez”.

 

         No era excesivamente experto en Arte el periodista pues, tras visitar la “insigne colegiata”, dice de ella que cuenta con “un atrio grande y solitario, donde juegan en invierno los niños”. A través de él se accede a “la espaciosa nave, adornada únicamente con los cuadros de la Pasión e iluminada por las numerosas lámparas de aceite, creadoras de tantas formas impalpables y quiméricas figuras”. Da la impresión que confunde nave y claustro, aunque resume la visita diciendo que todo el edificio es de gran sencillez y de aspecto inacabado. Del resto del recorrido por nuestras calles, sólo hace referencia “al café y al Casino”, en los que es posible que se detuviera, antes de regresar a su alojamiento.

 

         De allí, al atardecer, partió la “expedición” que debía llevar a nuestro protagonista y al matrimonio que viajaba con él hasta el Santuario. Una nueva aventura pues, para ello, tuvieron que montar en “tres mulas de aspecto poco tranquilizador”, dotadas de sillas sin estribos, precedidas del mozo que le había servido de guía en su recorrido por la ciudad. 


         A la salida de Borja comenta que atravesaron “el precioso paseo de Nueva Florida”, contemplando “los rosales mezclados con plátanos, olmos y moreras que adornan ese sitio de recreo”. No habíamos oído hablar de ese paseo y no conocemos el lugar exacto de su emplazamiento, aunque debía estar a la salida de la ciudad, antes de tomar el camino al Santuario, “una escarpada cuesta, árida, penosa, solitaria, cuyo fin ni aún se adivinaba y en cuya subida debíamos emplear dos horas”.

 

       De camino de cabras califica el recorrido hasta el Santuario, “tan escabroso y sumamente estrecho que nos obligaba a caminar en fila”. No es de extrañar que le recordara a las caravanas que recorren en desierto en busca de un oasis.

         Aunque la mula que llevaba al periodista camina a buen ritmo, ocurría lo mismo con las del matrimonio, una de las cuales se resistía avanzar, dando desenfrenadas vueltas que obligaron a intervenir al guía, porque en su opinión la mula del “tío Domingo a Domingo” iba a “escacharrar” a la señora.

         Como el apelativo con el que se había referido al propietario de la mula llamó la atención del periodista, le preguntó las razones de tan curiosa denominación. El guía le explicó que el susodicho era un gran bebedor, que se pasaba el día en las tabernas, por lo que su mujer fue a quejarse al juez. D. Robustiano se llamaba el magistrado ante el que compareció el aficionado al vino quien, al ser interpelado, manifestó que sólo bebía “de domingo a domingo”, cosa que al juez no le pareció demasiado, entre otras cosas porque no se percató que Domingo era el nombre de los dueños de las dos tabernas en las que pasaba el día el borrachete al que, desde ese momento, llamaron “tío Domingo a Domingo”.

 


         Pasaron por el pilar del diablo, donde arrojaron las tres piedras que mandaba la tradición, descrita por el hermano del periodista y, algo más tarde, divisaron en lo alto de la cuesta un edificio que, desde la lejanía, le pareció una paridera. El alma se le cayó a los pies cuando el guía les anunció que era el Santuario. Allí les esperaba “la Pantaleona”, la santera que, tras “atravesar un portal de colosales dimensiones, especie de antro de cubil” y “subir a tropezones dos tramos de una gigantesca escalera”, los acomodó en sus habitaciones.

         Pudiera parecer que tan tétrica impresión inicial, influyera en la opinión que, del Santuario, reflejó en su siguiente crónica, pero nada más alejado de la realidad, como veremos en un próximo artículo en el que ponderaba las excelencias de este idílico lugar.



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