domingo, 13 de octubre de 2024

Los moradores del Cinto de Borja

         Lo que conocemos como el Cinto, era la antigua ciudadela o alcazaba de Borja, en la que el peñón, que llamamos Castillo, constituía su núcleo central. Toda ella estaba rodeada de murallas, con una única puerta de acceso, sita en la Portaza, la “Puerta del Cierzo. 

 

         Esas murallas, de época califal, declaradas Bien de Interés Cultural, son uno de los principales elementos de nuestro Patrimonio, aunque su estado es deplorable, dado la escasa atención que se les dispensa, probablemente por ignorancia de su valor.

 


         Dentro del Cinto, tras la Reconquista, fueron instalados los judíos que, de esa manera, quedaban bajo la protección de los monarcas aragoneses, a cambio de encargarse del mantenimiento de las murallas.

         Algunas de sus casas volaban sobre las rocas en las que se asienta el Cinto, sostenidas por unos pilares de ladrillo, como ocurría en otros lugares. Pero cuando el aumento de su población, desbordó la capacidad del recinto, ocuparon también la senda de acceso al castillo, a la que, en la actualidad conocemos como calle de Mateo Sánchez o costera de San Pedro.

 



         En toda esa zona, aún sin excavar, quedan huellas de la antigua judería. El resto más importante que deparó el azar, fue la inscripción hebraica que el Dr. D. Isidro Aguilera rescató y, tras su restauración a cargo del Centro de Estudios Borjanos, puede verse en el Museo Arqueológico. Declarada Bien Inventariado del Patrimonio Cultural Aragonés, puede leerse en ella: “Este es el lugar de Moshe al-Isibilí”, en referencia a un miembro de la comunidad judía que sabemos era físico (médico) y de origen sevillano.

 

         Pero, en 1492, los judíos fueron expulsados y la zona quedó desierta hasta que, el 12 de octubre de 1495, el rey Fernando el Católico ordenó a D. Dionís de Coscón, alcaide y baile del castillo de Borja, que la repoblara, trasladando a ese lugar a los habitantes de la Morería de Borja.

A los moriscos se les hizo entrega de las casas abandonadas por los judíos, pero la generosidad del monarca no era gratuita, dado que se les impuso la obligación de seguir ocupándose del mantenimiento de murallas y torreones, como había hecho en el pasado sus antiguos moradores.


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