domingo, 10 de mayo de 2020

Lecciones de la peste de Marsella


         En el último número de la revista Cristiandad, que recibimos habitualmente, se inserta un artículo de D. José Javier Echave-Sustaeta, titulado “Apóstoles del Corazón de Jesús ante la peste de Marsella” que merece la pena comentar en estos momentos.

         Como es sabido, la llamada “Gran Peste de Marsella” se desencadenó en esa ciudad francesa en 1720, siendo el último brote registrado en Francia, aunque sus circunstancias fueron catastróficas, ya que fallecieron cerca de 40.000 personas de las 90.000 que entonces residían en la ciudad. El número de víctimas en la Provenza fue superior a la tercera parte de sus 400.000 habitantes.




         Lo sorprendente es que, dos años antes, una religiosa de la Orden de la Visitación, había anunciado lo que iba a suceder. Se trataba de Magdalena de Rémuzat (1696-1726), una gran devota del Sagrado Corazón que había profesado en 1711 y pronto destacó por su extraordinaria piedad.

         El 29 de febrero de 1718, estando expuesto el Santísimo Sacramento en la iglesia de los franciscanos, los numerosos fieles presentes pudieron constatar admirados la visión de Cristo resplandeciente en la custodia. Al mismo tiempo, sor Magdalena tuvo en su convento una revelación del Señor en que le comunicó que si los marselleses no enmendaban su conducta y volvían sus ojos a la Divina Misericordia, serían objeto de un terrible castigo. Aunque se lo comunicó al obispo que, por otra parte, era consciente de la impiedad reinante en la ciudad, nada se hizo.



         Sin embargo, el 25 de mayo de 1720, el buque Gran San Antonio (cuya maqueta se exhibe en el museo de la ciudad) arribó al puerto. Se trataba de una urca holandesa que transportaba mercaderías entre el Mediterráneo oriental y Marsella. Había zarpado de la ciudad el 22 de julio de 1719 y fondeó en Siria, donde cargó valiosas telas. Pero, junto a ellas, entraron a bordo ratas con el agente causal de la epidemia, la Yersinia pestis, que entonces afectaba a aquel país. Tocó después los puertos de Trípoli y Chipre hasta llegar a Livorno (Italia) donde, a pesar de que, durante la navegación, habían fallecido ya varios tripulantes, le fue expedida de manera harto imprudente una patente de sanidad que le permitió viajar hasta Marsella.


 

         Su llegada a puerto fue lo que desencadenó la catástrofe y, aunque inicialmente se intentó ocultar la realidad y se infravaloró la gravedad de lo que se avecinaba, entre otras cosas para preservar el valioso cargamento y su venta, cuando la epidemia ya se había cobrado numerosos muertos, se ordenó quemar el barco.



         Del pecio han sido rescatados algunos objetos, entre ellos una de las anclas, que hoy se pueden ver en el museo.



         En la lucha contra la epidemia fue especialmente relevante la actuación del obispo, monseñor François-Xavier de Belsunce de Castelmoron (1671-1755). Era el segundo hijo del marqués de Castelmoron y había sido educado en el protestantismo, aunque a los 16 años decidió abrazar el catolicismo e, incluso, llegó a entrar en un noviciado jesuita que abandono por motivos de salud.

         En un primer momento, ordenó recitar en todas las misas una oración pidiendo la intercesión de San Roque, protector frente a la peste. Pero, poco después, cuando las autoridades ordenó cerrar las iglesias, el 29 de julio reunió a todos los sacerdotes y religiosos de la ciudad, ordenándoles que siguieran desempeñando su ministerio pastoral, diciendo: “Así como sería indigno de un soldado querer llevar la espada sólo en tiempos de paz, sería también indigno de los sacerdotes, salvo que quisieran pasar por mercenarios, si solo quisieran confesar y administrar los sacramentos cuando no hubiera riesgo para su salud y su vida”.



         Y así lo hicieron con heroísmo singular, siguiendo el ejemplo del propio obispo que no dudó en acudir a cualquier lugar en que fuera necesaria su presencia, para dar consuelo a los afectados y atenderles espiritualmente. Muchos ofrendaron su vida en el desempeño de su ministerio pastoral, aunque el obispo, a pesar del riesgo al que estuvo expuesto, logró sobrevivir.



         Pero también hubo laicos que se distinguieron de manera especial. Uno de ellos fue el caballero de Roze quien, al constatar que cientos de cadáveres permanecían insepultos, decidió afrontar personalmente el problema. Para ello pidió que le enviaran forzados de las galeras y, tras facilitarles un pañuelo empapado en vinagre, para mitigar el olor de la putrefacción y distribuir una ración de vino, bajó del caballo y arrastrando personalmente uno de los cadáveres hacía el lugar dispuesto como sepultura, les indicó lo que tenían que hacer. En pocas horas, aquellos miles de cuerpos, fueron amontonados en los bastiones de la muralla y recubiertos de cal y tierra. Casi todos aquellos hombres murieron, aunque el caballero de Roze, sólo padeció una ligera indisposición.




         Mientras tanto, sor Magdalena Rémuzat seguía orando intensamente y, ante el avance de la enfermedad, la superiora del convento le pide que le pregunte al Señor qué condiciones se requieren para salvar a la ciudad. El 13 de octubre puede comunicar que es necesario celebrar una fiesta en honor al Sagrado Corazón, al que todos los marselleses deben consagrarse personalmente.

         Inmediatamente es informado el obispo quien, sin vacilar,  recordando otras revelaciones similares a Santa Margarita María de Alacoque, decide organizar una gran procesión el día de Todos los Santos. La idea suscita el rechazo de los responsables políticos que consideran peligrosas las aglomeraciones. Pero, en aquella ocasión, el prelado no se plegó a sus exigencias y sigue adelante con el proyecto.



         Mandó levantar un altar en el principal paseo de la ciudad (el grabado es del siglo XIX, de un acto celebrado en conmemoración de aquel acontecimiento) y, el 1 de noviembre, las campanas de todas las iglesias que habían permanecido mudas durante cinco meses, sonaron al unísono desde el amanecer. A las diez de la mañana, el obispo, descalzo, con una soga al cuello y portando sobre sus hombros una pesada cruz, inició el recorrido acompañado por todo el clero y numerosas personas. Al llegar al altar, puesto de rodillas y con un cirio en la mano, leyó la oración expiatoria al Sagrado Corazón.

         Las autoridades que se habían negado a participar, comprobaron con asombro que la peste comenzó a remitir y sólo entraban tres o cuatro enfermos nuevos en los hospitales. Pero, las iglesias seguían cerradas y, por temor a un rebrote, no podían tener procesiones ni concentraciones numerosas de gentes.




         Pero el aguerrido obispo convocó para el 20 de junio de 1721 otra gran procesión que, en esa ocasión, tuvo como destino el puerto. La víspera, al amanecer, hubo volteo general de campanas y el día fijado, a las cinco de la tarde, salió el obispo de la catedral llevando el Santísimo Sacramento en sus manos. Le acompañaban el clero y todas las cofradías, junto con los famélicos habitantes de la ciudad.
         En esta ocasión, las tropas de la guarnición se sumaron al evento, cubriendo carrera a lo largo del recorrido y, al llegar al puerto, desde los castillos y los buques surtos en él se dispararon salvas, entre la emoción de todos los presentes.

         Ante la custodia, el obispo recitó la consagración al Sagrado Corazón de Jesús, tal como había pedido el Señor. Un mes después la epidemia había desaparecido, las iglesias de abrieron y pudieron celebrarse numerosos actos de acción de gracias.






         Actualmente, una calle de París recuerda a aquel obispo ejemplar y su labor durante la epidemia de peste. Junto a la catedral de Marsella se levanta el monumento que la ciudad erigió en homenaje a su obispo. Pudimos verlo el pasado año, aunque entonces no conocíamos esta historia que acabamos de recordar.

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