Casa
natal de Finlay en Camagüey (Cuba)
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En estos tiempos en los que la investigación médica se ha
convertido en una esperanza para todos, se suele insistir en la necesidad
imperiosa de dedicar medios para hacerla posible.
No cabe duda de que los medios son hoy más necesarios que nunca,
dada la complejidad del equipamiento que requieren los laboratorios. Pero ello
no nos debe hacer olvidar que algunos de los más espectaculares avances de la
Medicina fueron obra de hombres geniales que, con su intuición y escasísimos
medios, fueron capaces de encontrar respuesta a gravísimos problemas.
Ayer hablábamos del Dr. Carlos Finlay su descubrimiento del
mecanismo transmisor de la fiebre amarilla, un caso paradigmático de un éxito
logrado merced a su intuición.
Porque, a pesar de su gran formación, tenía que anunciarse
ofertando una amplia gama de especialidades y, sin embargo, su labor no sólo
contribuyó a controlar la enfermedad, sino que propició logros tan relevantes
como la obra del canal de Panamá, en la que obreros chinos que trabajaban en
ella morían a millares, a causa de la fiebre amarilla.
Y si el trabajo de Finlay se llevó a cabo con escasísimos
medios y sin la ayuda de nadie, otro tanto cabe decir de las instalaciones en
las que los médicos del US Army verificaron sus teorías. Esta era la caseta, a
la que nos referíamos ayer, en la que se realizaron la pruebas de inoculación a
voluntarios.
Hoy queremos destacar la labor de otro gran médico español
D. Jaime Ferrán y Clúa (1851-1929), hijo del médico de Corberá de Ebro y él
también médico rural. Ejerciendo en Tortosa fue cuando comenzó a investigar
sobre el cólera, otra enfermedad que ocasionaba graves problemas y cuyo último
brote en España fue el aparecido en Aragón, en 1971.
En la imagen pueden apreciarse los escasos medios con los
que contaba, lo cual no fue obstáculo para que, a partir del descubrimiento
efectuado por Koch del agente causal de la enfermedad, llegara a preparar la
primera vacuna que probó en la epidemia de 1885, recibida con escepticismo en
los primeros momentos e, incluso, prohibida por el gobierno de turno. Hoy nadie
niega el mérito de este hombre excepcional que también fue precursor de las
vacunas contra el tifus y la difteria, llegando a proponer un tratamiento para
la rabia.
Otro caso excepcional es el de D. Santiago Ramón y Cajal
(1852-1934). Impresiona que, con el modestísimo utillaje con el que contaba en
su improvisado laboratorio fuera capaz de desentrañar buena parte de los
misterios del Sistema Nervioso Central, lo que le hizo acreedor del Premio
Nobel que compartió, en 1908, con el investigador italiano Camilo Golgi.
Queremos finalizar, recordando que Cajal fue, en su
juventud, médico militar y, entre 1873 y 1875, estuvo destinado como capitán en
Cuba, donde tuvo que hacer frente a las múltiples enfermedades que aquejaban a
nuestros soldados, llegando a contraer el paludismo. De aquella experiencia le
quedaron amargos recuerdos. Y ya que hemos mencionado al paludismo, no está de
más recordar que, hasta hace el siglo XIX fue una enfermedad endémica en Borja,
al igual que en otros lugares de España. Aquí el mosquito vector de la misma,
las hembras del género Anopheles,
campaban a sus anchas por las múltiples albercas que existían para “cocer” el
cáñamo, entonces un cultivo muy frecuente en nuestra comarca.
En 2012, publicamos en este blog dedicado a ese producto, insertando
esta imagen de la que, probablemente, es la última alberca conservada en Borja,
junto a la fuente del Piojo, aunque hay otras en varios municipios cercanos.
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