El 14 de marzo de 1604, falleció en Barbastro el tercer obispo de esa sede D. Carlos Muñoz Serrano que era hijo de la joven borjana Damiana Martínez, la cual había sido seducida por un sacerdote turiasonense, llamado D. Juan Muñoz de cuya relación nació, en 1533, un niño al que pusieron el nombre de Carlos.
El padre no era un
eclesiástico de segundo rango, ya que pertenecía a una ilustre familia de
Tarazona y había sido encargado por el papa Adriano VI de varias comisiones
delicadas ante el emperador Carlos V, siendo nombrado posteriormente arcediano
de la catedral.
En contra del proceder de
otros sacerdotes que, entonces y posteriormente, tuvieron que enfrentarse a
situaciones semejantes, no abandonó al niño y decidió asumir personalmente su
educación. Cuando cumplió los ocho años le hizo recibir la tonsura que, en
aquellos momentos, representaba el primer paso dentro de la carrera clerical,
quedando sometido al fuero eclesiástico.
A los 14 años lo mandó a
la Universidad de Salamanca, la más prestigiosa de la época, para que cursara
estudios de Derecho y, posteriormente, pasó a la de Huesca, donde se graduó
como Doctor en Derecho Civil y Canónico, en 1558. Tres años después, fue ordenado
subdiácono por el arzobispo de Zaragoza, D. Hernando de Aragón, el cual le
concedió las licencias oportunas para que el joven Carlos pudiera ser ordenado
sacerdote, algo que le estaba vedado por el hecho de ser hijo ilegítimo.
En aquellos momentos ya era considerado
un brillante jurista, lo que permitió desempeñar la cátedra de ambos Derechos
en la Universidad de Huesca, de la que llegó a ser Rector. Pero, su carrera
académica quedó interrumpida cuando, en 1565, decidió optar a la plaza de
Canónigo Doctoral de la catedral de Tarazona, la cual logró al quedar en primer
lugar en las oposiciones convocadas al efecto.
El cargo de Canónigo
Doctoral era uno de los más importantes dentro de los cabildos catedralicios y
a él sólo podían optar personas expertas, ya que eran los encargados de asumir
la defensa de los derechos capitulares en los procesos entablados. Poco después
fue nombrado Vicario General del arcedianado de Calatayud y también le fueron
encomendados otros importantes cometidos dentro de la diócesis.
Cuando
Felipe II decidió restablecer el obispado de Barbastro, fue nombrado miembro de
la comisión encargada de esa cuestión, logrando con su informe vencer las
reticencias del Papa San Pío V que accedió a la petición del monarca el 18 de
junio de 1571.
En recompensa por el
éxito de su gestión, el rey lo nombró Regente en el Consejo Supremo de Aragón
y, en 1595, fue presentado por el monarca para el obispado de Barbastro, siendo
consagrado el 24 de octubre de 1596.
Durante su pontificado,
destacó por su piedad y por su munificencia. Realizó numerosas obras en su
catedral, entre ellas la terminación del retablo mayor y la sacristía.
Mandó
hacer también la reja de coro que, como era habitual, estaba en la nave central.
A ambos lados de ella aparece su escudo episcopal, con los cinco escudetes en
cruz que usaban los Muñoz y que, según la leyenda, procedían de las quinas de
Portugal.
Reformó la Universidad de
Huesca y visitó numerosas localidades de su diócesis, a pesar de las
enfermedades que le aquejaron durante sus últimos años que le obligaban a
desplazarse en una silla de manos.
En su labor pastoral
contó con el apoyo del borjano D. Juan Carlos Alberite al que legó su
espléndida biblioteca de más de 480 volúmenes de Derecho y, en su testamento
también aparece una manda de 50 libras para el Hospital Sancti Spiritus de
Borja.
Sus restos recibieron
sepultura en su catedral, donde el cabildo mandó poner una lápida en la que se
leía: “Éste es el que erigió esta iglesia en catedral”, justo reconocimiento a
un gran prelado en cuya formación resultó decisiva la labor de su padre,
redimido de esta forma del pecado cometido con su madre, del que siempre se
arrepintió.
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