A
los pies del castillo que domina la población, se encuentra el pequeño
cementerio de Trasmoz que inspiró a Gustavo Adolfo Bécquer, cuando se acercó
hasta ese lugar durante su estancia en Veruela, algunas de las más bellas
páginas escritas por el gran poeta sevillano.
En
la segunda de sus Cartas desde mi celda,
narraba la visita efectuada a la localidad, cuyo nombre no citaba, aunque “su
situación por extremo pintoresca” la había llamado la atención. Tras hablar del
castillo, afirmaba que “allí, en unos
campos de trigo, y junto a dos ó tres nogales aislados que comenzaban a
cubrirse de hojas, está lo que, por su especial situación y la pobre cruz de
palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio”.
El
poeta que tenía especial aversión por los grandes camposantos de las ciudades
quedó cautivado por el encanto del lugar, dejándonos este admirable testimonio:
“Es imposible ni aun concebir un sitio
más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél.
Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los
epitafios; nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo
de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena
amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares
cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la
poderosa vegetación de este país, abandonada á sí misma, despliega sus
silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables. Al pie de las
tapias y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas de color
de rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar a
los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una flotante
guirnalda de verdura. La espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca con
suave claro-oscuro todas sus ondulaciones, produce el efecto de un tapiz
bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y
sólo podrían decir las muchachas del lugar, que en las tardes de Mayo las cogen
en el halda para engalanar el retablo de la Virgen.
Allí, en medio de algunas espigas,
cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se columpian las
amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas: las margaritas blancas
y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los amantes, semejan copos de nieve
que el calor no ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y
esas estrellas de cinco rayos amarillas é inodoras que llaman de los muertos,
las cuales crecen salpicadas en los campo-santos entre las ortigas, las rosas
de los espinos, los cardos silvestres y las alcachoferas puntiagudas y
frondosas. Una brisa pura y agradable mueve las flores, que se balancean con
lentitud, y las altas hierbas, que se inclinan y levantan a su empuje como las
pequeñas olas de un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente sobre los
objetos, los ilumina ó los trasparenta, aumentando la intensidad y la
brillantez de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de oro para que
destaquen entre sí con más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para
allá haciendo en el aire esos giros extraños que fatigan la vista que
inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso; y mientras las abejas
estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de perfumada
miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la
tapia, una lagartija asoma su cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños
y vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa á guarecerse en su escondite
al menor movimiento”.
Ante
aquella bucólica visión expresa sus ideas sobre la muerte y sobre el lugar en
el que desearía que reposaran sus restos. Todo ello será también motivo de inspiración
para una de sus rimas:
¿De
dónde vengo?... El más horrible y áspero
de
los senderos busca;
las
huellas de unos pies ensangrentados
sobre
la roca dura;
los
despojos de un alma hecha jirones
en
las zarzas agudas,
te
dirán el camino
que
conduce a mi cuna.
¿Adónde
voy? El más sombrío y triste
de
los páramos cruza,
valle
de eternas nieves y de eternas
melancólicas
brumas;
en
donde esté una piedra solitaria
sin
inscripción alguna,
donde
habite el olvido,
allí
estará mi tumba.
Años después, cuando lo visitó D.
Federico Bordejé, la situación era muy diferente. En sus Rutas Becquerianas, publicadas en 1932 y dedicadas a la ciudad de
Borja, relataba su particular visita a ese cementerio en busca de las emociones
que sugirió al poeta. Decía allí, que “de
todas sus cartas, no hay ninguna, a nuestro juicio, tan lírica, tan expansiva y…
tan modesta. Es un canto a la gloria, pero también un canto a la humildad. Ala
humildad de esos cementerios lugareños, recogidos y honestos. Mísera cerca de
tapial, leve crucecilla anunciadora de su condición de camposanto, tumbas
ingenuas y tiernas inscripciones, superiores a todos los poemas y la soledad y
el silencio acompañándolas, el radiante cielo, azul firmamento hacia el que
miran, directa y libremente los muertos”.
Bordejé
era también un romántico en busca de la estela de Bécquer. Al llegar al
cementerio se arrodilla “en sus umbrales y, con fervor, besamos la
tierra en que descansan Ellos”.
Pero
al entrar sus esperanzas se tornaron en “turbio
y amargo desconsuelo”, porque “el
cementerio de Trasmoz que Bécquer viera o, por lo menos, el que nos
describiera, no existe ya con aquella sencillez que le llevara a desearlo”.
Porque, “la vida nueva ha llegado
asimismo a estos rincones, en forma de unas tumbas, pobres, desde luego, pero
de una pobreza ostentosa, adornadas con arribistas alardes de panteón, que desentonan
con el cuadro de austeridad que, primitivamente, diérale encanto”.
Cuando
recientemente nos acercamos hasta la reja que, en la actualidad, cierra su entrada,
pudimos comprobar que, junto a aquellos panteones, a los que con excesiva
dureza juzgaba Bordejé, se alzan esa serie de nichos que, poco a poco, se han
ido imponiendo en todos los cementerios de nuestra zona. Es curioso que, en
otras regiones y desde luego en otros países, no sucede lo mismo, pues
predominan las sepulturas en tierra. Los nichos no dejan de ser una costumbre
pasajera que muchos consideran insostenible, sobre todo en las grandes
ciudades. De ahí que, paulatinamente, vayan imponiéndose otras formas de
inhumación y, de la misma forma que, hace poco más de siglo y medio, surgieron
los actuales cementerios, ante la imposibilidad de mantener los enterramientos en las iglesias, como
venía haciéndose desde tiempo inmemorial, pasado un tiempo, los veremos
clausurados y reemplazados por otros, de concepción muy diferente.
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