Esta es la fascinante historia de los hermanos Andrés y Pedro Tabuenca Romanos, naturales de Ainzón, que nos ha relatado D. Carlos Balaga, sobrino nieto de ellos, los cuales constituyen un sorprendente ejemplo de superación, partiendo prácticamente de la nada.
Andrés era el
tercero de cinco hermanos. Había nacido en 1880 y, en 1914, abrumado por las
dificultades económicas por las que atravesaba en su localidad natal, decidió
emigrar a la Argentina, destino al que encaminaban sus pasos, por entonces
muchos españoles.
Estaba casado con Marcelina Gracia, con la que ya había tenido dos hijos, Alejandro y Emilio, pero no dudó en dejarlos aquí con la esperanza de llevarlos consigo cuando mejorase su situación.
Se estableció
en Amstrong, una localidad del departamento Belgrano, al sur de la provincia de
Santa Fe, distante unos 150 kilómetros de la capital. Entonces era un modesto
municipio, que creció tras la llegada del ferrocarril.
Trabajó como
agricultor y, cuando su situación mejoró, trajo desde Ainzón a su mujer y a sus
dos hijos. En Argentina nacieron otros tres hijos: José, Juan y Luis.
Mientras
Marcelina permaneció, en compañía de sus hijos, en Ainzón, un hecho
trascendental estaba llamado a cambiar la suerte de la familia. El padre de
Marcelina había tenido algún contacto con la religión adventista y,
posiblemente por esa razón, ella recibió la visita de una persona que le ayudó
a mejorar su cultura elemental, le enseñó a leer la Biblia y le dio a conocer
la fe adventista.
Al final,
abandonó la Iglesia Católica y se adhirió a la nueva religión, algo no exento
de peligros en aquellos momentos. No obstante, tanto en Ainzón como en
Argentina, tras la llegada a este país, Marcelina ejerció su fe con sencillez y
de forma callada, dando ejemplo con su conducta.
Su marido nada sabía de lo que le había ocurrido a su esposa y, aunque le costó aceptarlo, terminó siguiendo sus pasos y abandonó costumbres que tenía muy arraigadas, como el consumo del vino y el rudo lenguaje que utilizaba.
Por entonces
llegó, desde Ainzón, su hermano menor Pedro, al que vemos aquí con la familia
que formó más tarde. Habían muerto sus padres, a los que cuidaba y quiso seguir
los pasos de su hermano Andrés.
La primera sorpresa que tuvo fue descubrir que Andrés era otra persona, muy distinta a la que había conocido. Además de no beber ni “maldecir”, vio al matrimonio leyendo la Biblia todos los días, mientras que los sábados, abandonando todos los trabajos acudían al templo.
Pedro
permanecía ajeno a todo ello, entre otras cosas porque era analfabeto, pero
hubo una propuesta que le sedujo, la de iniciar su formación en el Colegio
Adventista del Plata, fundado por el uruguayo Luis Ernst, que comenzó sus
actividades en Las Tunas (Santa Fe) y luego se trasladó a Entre Ríos.
Allí llegó
Pedro, aprovechando la posibilidad que se le ofrecía de pagar sus estudios con
el trabajo. Se matriculó en Primaria en 1919, causando sorpresa el ver a un
hombre ya mayor, entre niños pequeños.
Pero, aún más llamativo fue el
interés con el que se aplicó a los estudios, logrando graduarse en un tiempo
record, prosiguiendo su formación hasta convertirse en ministro de la fe
adventista, siendo enviado como misionero a Ecuador y más tarde a Perú y
Bolivia.
El éxito de
Pedro fue lo que indujo a la familia de Andrés a trasladarse a la provincia de
Entre Ríos, situada al norte de la de Buenos Aires, entre los ríos Paraná y
Uruguay, que la separa de la República Oriental del Uruguay.
Allí estaba el
Colegio Adventista, donde querían que sus hijos recibieran educación adecuada y
para ello el padre se hizo cargo del cuidado de la huerta, en 1922, hasta su
jubilación en 1949. Su labor y la de su bondadosa esposa dejaron una profunda
huella en todos los que les conocieron.
De esa forma
lograron que tanto sus hijos mayores, los nacidos en Ainzón, Alejandro y
Emilio, como los menores, José Luan y Luis, cursaran carreras. Pero de ellos,
al igual que de sus primos (los hijos de Pedro) hablaremos otro día, porque
todos alcanzaron puestos preeminentes.
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