En la madrugada de ayer nos llegó la triste noticia del fallecimiento del Papa Benedicto XVI, a los 94 años de edad, en el convento de la Ciudad del Vaticano donde voluntariamente se recluyó tras su renuncia el 28 de febrero de 2013.
Recordamos perfectamente la impresión
que nos produjo su elección para el Pontificado en aquel cónclave de abril de
2005, tras la muerte de San Juan Pablo II. Era el 265º Papa en la Historia de
Iglesia y, para nosotros, representaba el acceso a su condición de Vicario de
Cristo de uno de los más grandes intelectuales de nuestra época. Su labor como
teólogo, tanto durante el Concilio Vaticano II (aunque en un puesto secundario)
como durante su etapa de profesor constituyeron su principal aval para su
brillante carrera eclesiástica como arzobispo de Munich y Frisinga (1977-1982),
su creación como cardenal en 1977, por Pablo VI, y su llamada a Roma por Juan
Pablo II para convertirse en Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, desde donde realizó una ingente labor.
Su renuncia en 2013 sorprendió al mundo,
dado que era algo prácticamente inédito en la historia del Papado, y cuyas
últimas razones no han sido suficientemente explicadas. Desde entonces, su vida
se ha ido apagando en el monasterio Mater Eclesiae, aunque conservando su lucidez
hasta los últimos momentos. Al parecer, tuvo ocasión de redactar un testamento
espiritual que entregó a su fiel secretario monseñor Georg Gänswein. Ese esperado
texto se unirá a sus numerosas obras y a las encíclicas que dio a conocer
durante su Pontificado.
Con la muerte de Benedicto XVI la Iglesia
pierde a uno de sus más grandes hombres, de cuya talla intelectual y santidad
dio suficientes pruebas, así como de su serenidad al aceptar la duras pruebas a
las que fue sometido.
No es el momento de establecer
comparaciones, tiempo habrá para ello, sino de orar para que el Señor suscite
hombres como él, capaces de contribuir a enderezar el rumbo de una nave que camina
por aguas procelosas, con la certeza de que Jesucristo que, es quien está al
timón de la embarcación, siguen gritándonos “Hombres de poca fe ¿Por qué tenéis
miedo?”
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