La
serie Isabel que tanto éxito ha
tenido en las últimas temporadas, narraba en la presente el atentado que sufrió
el rey Fernando, durante su estancia en Barcelona, a finales de 1492.
Lo
que probablemente ignoran muchos de nuestros lectores es la relación de ese
grave acontecimiento con nuestra ciudad, donde los monarcas habían estado unos
meses antes, ya que fue un borjano quien contribuyó con su arrojo a la
detención del regicida.
La
corte de los Reyes Católicos tuvo un carácter itinerante sin que llegara a
establecerse, de forma permanente, en una determinada ciudad. El 8 de agosto de
1492, los monarcas habían llegado a Borja, donde permanecieron hasta el día 16
de ese mismo mes. Según la tradición, residieron en un edificio que todavía se
conserva, conocida como “El Palacio”, situado al final de la calle Sayón. Sin
embargo, es imposible que fuera así,
entre otras razones, porque en esos momentos, todavía no se había configurado
como la finca de recreo que llegó a ser a finales del siglo XVI, por iniciativa
de la familia Vera. Parece más razonable suponer que se aposentaran en la casa
de su Secretario, el borjano mosén Juan de Coloma, al que apenas se alude en la
citada serie y que no acompañaba a los reyes por haberle sido encomendada la
complicada misión diplomática de recobrar el Rosellón y la Cerdaña, ocupados
por los franceses. Por otra parte, su casa estaba mucho más próxima a la colegiata de Santa María donde los
monarcas reunieron a la Junta de la Santa Hermandad de Aragón y despacharon
otros asuntos de importancia.
En
su deambular por las tierras peninsulares, los reyes, que habían iniciado su
viaje en Granada, a finales de mayo, partieron de Borja en dirección a
Barcelona, aunque no llegaron a esa ciudad hasta el 18 de octubre de 1492. Su objetivo era el de seguir, desde
la ciudad condal, el desarrollo de las gestiones que estaba llevando a cabo
Coloma y fue durante su permanencia en esa ciudad cuando se produjo el
gravísimo atentado que pudo tener dramáticas consecuencias.
El
día 7 de diciembre, Fernando el Católico descendía por las escaleras del
Palacio Real para montar en su caballo cuando un individuo llamado Juan de
Cañamares se abalanzó sobre él, propinándole una tremenda puñalada con un
“terciado” o machete largo, con el que llegó a alcanzarle, aunque la
trayectoria del arma fue desviada por una gruesa cadena de oro que el rey
llevaba al cuello.
Varias
personas se lanzaron contra el agresor y fue un borjano quien logró arrebatarle
el arma. Se trataba de D. Pedro Lázaro Pérez de Albero y pertenecía a una de
las más distinguidas familias de nuestra ciudad. Era hijo de D. Antón Lázaro
Blanes y había contraído matrimonio con Gracia de Vera, de otro ilustre linaje
borjano, cuya casa solariega era la conocida como Casa de las Conchas. En el momento en que sucedieron los hechos
desempeñaba el cargo de Alguacil Mayor de la Inquisición.
Inmediatamente, el monarca fue
llevado a un lugar próximo donde fue atendido de las lesiones, acudiendo la
reina Isabel a su lado, aunque no en el momento del atentado, como se relata en
la serie.
Los médicos pudieron constatar que, además del
corte, había resultado fracturada la clavícula izquierda y, aunque tuvieron que
extraerle un fragmento, inicialmente no pareció revestir una especial gravedad.
No obstante, fueron momentos muy difíciles, pues no se sabía si el atentado era
fruto de la acción de un individuo aislado o respondía a una conjura. De hecho,
se tomaron medidas para garantizar la seguridad de los reyes y del príncipe
heredero D. Juan, alertando a las galeras que se encontraban surtas en el
puerto.
Más
tarde, la salud de Fernando el Católico se vio seriamente comprometida, ya que
la herida se infectó y la Corte se debatió, durante aquellos días, “entre el
miedo y la esperanza”, como señaló el cronista Pedro Mártir de Anglería.
Afortunadamente, la fuerte constitución del monarca y los cuidados de aquel
“batallón de médicos y cirujanos” que fueron llamados para atenderle, hicieron
posible su completa recuperación.
Mientras,
el magnicida fue sometido a duros interrogatorios en los que pudo comprobarse
que se trataba de un enajenado, probablemente un esquizofrénico, que afirmaba
haber oído voces del demonio ordenándole matar al rey, porque era un usurpador
y era a él a quien correspondía la gobernación del reino.
Su
desequilibrio mental no le libró de una muerte atroz, a pesar de que el rey le
había perdonado. Sin embargo, el Consejo Real consideró que el intento de
magnicidio no podía quedar impune y el día 12 de ese mismo mes, sobre un
cadalso levantado al efecto, comenzaron a aplicarle las penas a las que había
sido condenado. En primer lugar, le cortaron la mano que había empuñado el
arma; a continuación, le cortaron los dos pies que le habían conducido hasta el
rey; luego, le arrancaron los ojos que le habían permitido acercarse. Según
Esteban de Garibay, la reina Isabel dispuso “por clemencia y misericordia” que
fuera “ahogado” antes de que se le abriera el tórax para sacarle el corazón que
le había impulsado a obrar así y quemarlo. La cruel ceremonia terminó con el
despedazamiento del cuerpo por medio de unas tenazas, siendo arrojados los
restos a la multitud que presenciaba la ejecución, que fueron vejados y
quemados en una pira encendida junto al cadalso.
Cuando
el monarca se restableció de la herida, quiso mostrar su agradecimiento a los
que habían contribuido a salvarle, haciendo entrega de la daga homicida a D.
Pedro Lázaro, el cual la conservó en su poder hasta que, más tarde, se la
regaló al Gobernador de Aragón, como consta en los archivos de la familia
Ojeda, heredera de la familia Lázaro.
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