domingo, 21 de abril de 2019

Patrimonio Cultural con una profunda base religiosa



         En estos tiempos de confusión se vienen cuestionando, desde diversos sectores, las expresiones de religiosidad que, desde hace siglos, se enmarcan en el ámbito de la Semana Santa. Posiblemente, algunos crean que nos estamos refiriendo a determinados ataques que, desde sectores radicalizados, han llegado incluso a los insultos o la agresión física. Pero nos preocupan más los que proceden de la propia Iglesia que, en aras de una defensa a ultranza de la liturgia, consideran desfasadas todas aquellas expresiones que no forman parte de los rituales vigentes. Tan significativo es que un alcalde impida que abra un desfile procesional la Unidad Montada de su Policía Municipal, como el que un arzobispo prohíba de manera vehemente la interpretación de “El novio de la muerte”. Y ambas cosas han ocurrido estos días.




         Ello nos lleva a plantearnos el sentido de las procesiones que en muchas ciudades, Borja entre ellas, se celebran durante la Semana Santa y, por otra parte, el caso concreto de nuestro Entierro de Cristo.

         Mientras en el antiguo Código de Derecho Canónico se expresaba con precisión qué era una procesión, en el actual ese concepto ha quedado restringido a las que forman parte de la Liturgia de determinadas solemnidades. En concreto la que precede a la Vigilia Pascual, con el cirio pascual encendido en el exterior del templo; la del Domingo de Ramos con palmas; la que precede a la Adoración de la Cruz en los oficios del Viernes Santo; o la de la Presentación del Señor, con las candelas. Junto a ellas alude a las procesiones que forman parte de la celebración de la Eucaristía, tales como la de entrada, la que precede a la lectura del Evangelio, en ciertas celebraciones, y la del Ofertorio.



         Pero respecto a lo que, en el pasado, considerábamos “procesiones”, tan solo se cita este término para referirse a la del Corpus Christi, indicando que “como testimonio público de veneración a la Santísima Eucaristía, donde pueda hacerse a juicio del Obispo diocesano, téngase una procesión por las calles, sobre todo en la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo”.

         El resto de procesiones, que el anterior Código definía como “solemnes rogativas que hace el pueblo fiel, conducido por el clero, yendo ordenadamente da un lugar sagrado a otro lugar sagrado, para promover la devoción de los fieles, para conmemorar los beneficios de Dios y darle gracias por ello, o para implorar el auxilio divino” han quedado en el “limbo”.



         Sin embargo, en los últimos tiempos, estamos asistiendo a un inesperado auge de muchos de esos desfiles procesionales, con una participación creciente de personas que se sienten atraídas por razones difíciles de juzgar pero que considerarlas fruto de un mero folclorismo nos puede hacer incurrir en un peligroso reduccionismo.
         Pero hay algo más, la práctica ininterrumpida de las mismas ha llegado a convertirlas en costumbres arraigadas que hoy forman parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de cada comunidad. Un patrimonio que hunde sus raíces en una tradición cristiana que la Iglesia alentó durante siglos, por lo que prescindir de ellas, como si se tratara de un pesado lastre, entraña enormes peligros, difíciles de evaluar, entrando en contradicción en una práctica de sentido inverso que la Iglesia practicó desde sus inicios, la de “cristianizar” las tradiciones paganas. Puede parecer, por lo tanto, inconsecuente “paganizar” las tradiciones cristianas.

         Y en el caso concreto de nuestro Entierro de Cristo hay algo más, pues no sólo era una procesión, sino una representación que sólo puede ser comprendida con las claves de quienes la impulsaron, en un momento histórico concreto. Estamos hablando, salvando las lógicas distancias del mismo origen que los autos sacramentales o representaciones medievales que han perdurado hasta nuestros días, como el Misterio de Elche.


         Porque el Entierro de Cristo que comenzaba con la ceremonia del Descendimiento, dejó de celebrarse, tras la Guerra de la Independencia al haber sido destruidas las “insignias” (nombre que se daba a los pasos) y pudo ser recuperado algunos años después merced al esfuerzo colectivo de todos los borjanos, a través de las cofradías.

         Fue concebido como una expresión del drama de la Pasión de Cristo, en una triple faceta: En primer lugar la del recuerdo de la propia Pasión; en segundo lugar la del poder de la muerte, aunque vencida por Cristo en el amanecer del Domingo de Resurrección; y finalmente, la trascendencia universal de este Misterio que es la base de nuestra Fe.




         Símbolos de lo primero es el paso del Descendimiento que recuerda aquella ceremonia original, ahora desaparecida, o las insignias de la Pasión las “Arma Christi”.





         La muerte con su guadaña nos recuerda “A nadie perdono”, desde príncipes a papas cuyos atributos figuran a sus pies. También el cráneo y la ceniza que desfilan junto a ella. Por cierto este año, sustituyendo el plato habitual por una copa o urna cineraria que no era lo más adecuado.




         Los estandartes de las Doce Tribus de Israel y los de las “Cuatro Partes del Mundo” simbolizan el carácter universal de la Redención.



         No faltan otros elementos bíblicos, como la representación de la Paz y la Justicia que portan un lienzo con el versículo 11 del salmo 85 (86 en la antigua numeración): “Iustitia et Pax osculatae sunt” (La Justicia y la Paz se besan), salmo bellísimo en el que también se canta “La Justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos”, por lo que desfilan ante el cuerpo yacente de Cristo.



         El velo del templo que se rasgará en el momento de sellar el arca, ocupa también un lugar preferente en el desfile.
         



         Pero se trata también de un “entierro”, aunque sea muy especial. El arca con la imagen yacente del Señor es escoltada por los soldados romanos que fueron instrumento de su suplicio.



         Tras ella desfila el Centurión con los “angelicos” que desempeñarán un papel fundamental en el sellado del arca, y el clero, seguido por  “El Duelo del Señor”.





Este duelo “familiar” es presidido por su Madre, acompañada por las Santas mujeres: María Magdalena y la Verónica. Inicialmente iba con ellas San Juan, el discípulo amado que estuvo con Él hasta el fin y que ahora encabeza la comitiva para evitar que se solapen los toques de la banda de su cofradía y la de la San Sebastián y la Verónica.






         Tras el duelo “familiar” marcha el duelo “oficial”, representado por la corporación municipal bajo mazas enlutadas, seguido por la banda de la Agrupación Musical Borjana.



         Este año tomamos imágenes de la ceremonia que tiene lugar en la plaza de España, donde se dispone un estrado en el que sitúa el arca bajo palio, privilegio que en Borja solo tienen esta imagen y la de la Virgen de la Peana.



         Allí se procede a incensar el arca por los sacerdotes, como ocurre en todos los entierros.



         Del sellado se encarga el centurión que, como expresión de la voluntad divina, actúa como un autómata, siguiendo las órdenes que uno de los “angelicos” le marca con su bastón.




         Al primer golpe, el velo del templo se rasga como ocurrió en el momento de la muerte de Cristo, mientras la imagen articulada de la Dolorosa “llora”, moviendo sus brazos y cabeza.




         En estas dos imágenes, puede apreciarse el movimiento de los brazos, en dos posiciones diferentes, aunque esta peculiaridad se puede seguir mucho mejor en una secuencia grabada.





         Terminado el acto, la comitiva regresa a la colegiata, donde se deposita el arca en el presbiterio. Allí tiene lugar el llamado “Sermón de la Soledad”, dirigido a la Virgen en un momento especialmente duro para ella.

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