A petición nuestra, D. Juan Manuel Jiménez Andía escribió sus recuerdos de las antiguas ferias de Borja. Hemos recuperado ahora aquellos escritos que vamos a dar a conocer, aprovechando que, de manera muy diferente, las estamos celebrando. Transcribimos el texto tal como fue redactado por dicho autor.
La Feria de Borja tenía su origen en un
privilegio real del siglo XIV e, inicialmente, se celebraba en el mes de mayo.
No era buena época y, tras la Guerra de Sucesión, fue trasladada a septiembre,
también por privilegio real. En su momento, explicaremos las razones que
impulsaron ese cambio de fechas.
Se suele recordar el ferial de ganado
que se instalaba en San Francisco y alrededores, aunque la Feria era mucho más
que eso. Su proximidad era anunciada a
toda la chiquillería de la ciudad por los martillazos del tío Fermín Tabuenca y
su hijo Darío, que eran los encargados de instalar en el Campo del Toro unas garitas
de madera, construidas con tablas finas de pino y una cubierta de lona.
Había tres o cuatro muy famosas; no
recuerdo sus nombres, pero sí la del “malejanero”. Verdaderos bazares. La de
Ángel Lajusticia era otra cosa. Se adelantó a lo prefabricado; allí colgaba
sartenes, calderos, trébedes, tenazas etc.
También la tómbola benéfica donde las
señoritas de aquella época vendían los billetes y, como por entonces, aún no
había altavoces, la Banda Municipal de Música amenizaba las mañanas y las
tardes con sus conciertos. A esa tómbola llevaban sus obsequios para que fueran
rifados el comercio y los particulares; a algunos les venía bien para
desprenderse de algún “tarro”, como aquellos horribles floreros de cristal, que
eran adornados con las florecitas de papel confeccionadas para la ocasión.
Pero, como el motivo era bueno para recaudar algunas pesetas con las que
remediar necesidades, todo era bien recibido.
No faltaban los tiros al blanco;
famosos los de los “Marianaces” y los cañizos con las chucherías de entonces,
el más popular de los cuales era el del “tío Pedorro” y su consorte la
“Pedorra”, ricos en anécdotas. Ambos, con su cañizo y su baúl, recorrían todos
los pueblos de la redondela y más allá. Qué lástima que no se conserven fotos
de ellos o, al menos, no las conocemos.
Un guasón, durante las fiestas de
Tudela le llamó por teléfono al bar de Sánchez, en la plaza de España. “Oiga
Sr. Pedorro, soy el Alcalde de Tudela. Le llamo preocupado porque no ha venido
Ud. este año, pero le guardamos el puesto porque, sin su cañizo, no hay
fiestas”. “Sr. Alcalde, los años…” le respondió. “Que no hay fiestas Sr.
Pedorro. Le ruego que venga inmediatamente”. Y el Pedorro con el baúl sobre la
cabeza y la Pedorra cañizo en ristre subieron al tren de Cortes para, desde
allí viajar a Tudela inmediatamente.
Una de las habilidades del Sr. Pedorro
es que sabía tocar el tambor y nada más estallar la guerra lo llamaron al
cuartel de la Guardia Civil. Temiendo lo peor, no cesaba de llorar y despedirse
de sus vecinos. “Que me llaman del cuartel ¡Adiós tío fulano! ¡Adiós tía
mengana!”. Secando sus ojos con el moquero llegó al cuartel. Allí el sargento
le dijo: “Tío Pedorro, como Ud. sabe tocar el tambor, comience a enseñar a
todos estos jovencitos”. No se lo podía creer. Volvió a su barrio tocando el
tambor: “Tarramplán, tarramplán. Dadme la enhorabuena, me han nombrado
tamborero oficial”.
Vendía de todo, hasta preservativos a
escondidas. Un día se le acercó sigilosamente un buen amigo mío, entablando el
siguiente diálogo:
- “Sr. Pedorro ¿Tiene gomas
higiénicas?”
- “De toda confianza y además nadie se va
a enterar. Para estas cosas el tío Pedorro sabe guardar los secretos”.
- “¿Pero, son verdaderamente de confianza?
Mire Ud. que me juego mucho…”
- “De completa confianza y si no te lo
crees, pregúntale a D. Fulano, a D. Zutano, a tu vecino o a tu amigo que me
compran muchas”.
En las garitas de las ferias podía encontrarse cualquier
cosa, desde caballitos de cartón (luego los hubo para hacer fotos), “moñas”,
carritos de madera o navajas y cuchillos, tan imprescindibles entonces para el
hombre de campo, como hoy el destornillador o la llave inglesa para los
mecánicos.
Las calles se convertían es escaparates. Los comercios de
tejidos colgaban en sus fachadas mantas para las mulas, tapabocas, aquellas
blusas negras que llegaban hasta la cintura, lonas, etc. Los guarnicioneros
ofrecían verdaderas obras de artesanía: bridones, cabestros o atalajes para las
caballerías. Los cesteros, cestones o cestas para la vendimia que iba a
comenzar. Los carpinteros, estacas, timones para el “aladro”, “bacías de
madera” o mangos de azada. Los basteros, colleras de lona, baste, cabestros de
yute, cuerdas y cinteros. No se quedaban atrás los alpargateros vendiendo su
producción.
Los hermanos Mariano y Gregorio Viamonte en la calle Moncayo
y Santiago Viamonte en la plaza de Santo Domingo, mostraban en sus talleres
esos carros y galeras que fabricaban y que se vendían desde las Cinco Villas
hasta Castilla. Eran los “Pegasos” actuales (cuando se escribieron estas
líneas, la marca Pegaso era el paradigma de calidad en España). Pintados por
Juan Sánchez “Carruchas”, eran verdaderas obras de Arte con su pintura y
fileteados. Han llegado a exponerse en museos.
Los cuberos ofrecían toneles y portaderas. Los boteros
colgaban botas y pellejos en sus fachadas, mientras los hojalateros lo hacían
con cántaros, zafras para el aceite o palas para recoger la oliva.
En el Mercado podían verse verdaderas pirámides de ristras de
ajos y montones de pimientos morrones, traídos desde la ribera del Ebro. En la
plaza de Santo Domingo se apilaban los melones y sandías llegados desde Alagón
y Buñuel. Esos frutos dieron lugar a una conocida anécdota protagonizada por D.
Pablo Pérez Montorio, el culto sacerdote (era licenciado) que se dirigía a
celebrar Misa a la iglesia de esa plaza cuando oyó decir, con intención
provocativa: “Cuántos melones hay en Borja” a lo que, sin inmutarse respondió:
“Cierto, pero todos son forasteros”.
En resumen, desde el arco de la Carrera hasta la plaza de San Francisco y desde la de Santo Domingo a la de Santa María, todo era una gran feria protagonizada por artesanos y comerciantes que convertían a la ciudad en un gran zoco.
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