A las diez de la noche del pasado martes, mientras sonaba la música inclusiva del cercano espacio de la calle de San Bartolomé, escuchamos unas voces en la plaza de Aguilar, dirigidas hacia nuestra sede, cuya fachada estaba bien iluminada y con las luces de la tercera planta encendidas, indicativas de que había gente en su interior.
Al asomarnos por uno de los vanos de la
arquería, para indagar lo que ocurría, nos encontramos con la sorpresa de que,
en el balcón central, se encontraba un individuo manipulando las banderas. No
era un niño, sino una persona joven pero adulta, que había accedido trepando
desde la calle.
Ante nuestros gritos, saltó de nuevo a
la calle y huyó, con su acompañante hacia la calle de San Bartolomé por el
callejón que parte de la plaza, sin llegar a consumar su propósito.
Todo ello ha quedado grabado en la
cámara de seguridad exterior que tiene el edificio, instalada para controlar
los atentados que, en diversas ocasiones, se habían producido contra las
banderas del balcón. Lo ocurrido el martes no deja de ser grave, por las
consecuencias que podía haber tenido, en el caso de una reacción violenta por
parte de quienes estábamos en el interior del edificio o si, en la
precipitación de la huida, saltando desde el balcón a la calle, el individuo
hubiera sufrido lesiones. Pero, es lo que hay en momentos en los que el
vandalismo y la inseguridad campan a sus anchas. ¿Hasta cuándo?
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