En la tarde del pasado domingo, los altares de las iglesias, abandonaron la austeridad propia del Adviento, para volver a llenarse de flores, como preparación a la gran fiesta del Nacimiento de Cristo. Se daba la circunstancia este año que la celebración del cuarto domingo de Adviento, coincidía con la Nochebuena, de manera que, en la Eucaristía de la mañana, los celebrantes vestían el color litúrgico morado, propio del Adviento, mientras que, en las Misas de la tarde, el color ya era blanco.
“Ha nacido el Salvador, el Mesías, el
Señor” se cantaba, mientras el Niño Jesús ocupaba su lugar en los Nacimientos
donde aún no había sido colocado.
Y hasta surgían nuevos belenes y eran expuestas a la veneración de los fieles muchas imágenes del Niño. Se recordaba así la llegada del Mesías, en un silencio apenas turbado por el canto de los ángeles que anunciaron su Nacimiento a los pastores de belén.
Desgraciadamente, el feroz consumismo
y, ahora el ruido, han venido a alterar el auténtico sentido de la Navidad, impidiendo
incluso la reunión tranquila de las familias en torno a la tradicional cena de
la Nochebuena. Como decía el sacerdote que presidió una de las Eucaristías de
ayer: El susurro, la sencillez con la que el Dios hecho hombre se hizo presente
entre nosotros, poco tiene que ver con esas ruidosas celebraciones más propias
de otras fechas, con todas sus secuelas.
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