Cuando,
hace unos días, comentamos el retablo mayor de la iglesia del convento de Santa
Clara, señalamos que se trataba de una obra de José Ramírez de Arellano, como
ha podido documentar D. Alberto Aguilera Hernández, a partir de las
capitulaciones conservadas en el archivo del citado convento.
Decíamos
entonces que no fue el único encargo efectuado a este importante artista, autor
también de los dos retablos existentes en el frente del crucero, a ambos lados
del anterior, aunque su primitiva ubicación pudo ser otra, lo que parece
deducirse del hecho de que algunos de sus elementos, sobrepasan el espacio
disponible en la actualidad.
Esto
se aprecia muy bien en el situado a la izquierda, donde las volutas laterales
aparecen “plegadas” hacia el interior cuando, lógicamente, deberían estar
desplegadas.
Está dedicado a Santa Ana, la madre de la Virgen, a
la que sostiene en su regazo con la mano izquierda. Según la tradición, los padres
de María fueron San Joaquín y Santa Ana, aunque en ambos casos se trata de
nombres simbólicos, ya que nada se conoce sobre los orígenes y la infancia de
la Virgen.
Para
responder al deseo de los fieles, interesados en conocer más detalles de la
Madre de Dios, se insertaron relatos de su vida en alguno de los evangelios
apócrifos. Los que tratan de este asunto, con mayor detalle, son el
Protoevangelio de Santiago, el Evangelio del Pseudo Mateo y el conocido como
“Evangelio de la Natividad de la Virgen”. La Iglesia no los consideró textos
sagrados y, por lo tanto, no pueden ser considerados fidedignos, aunque han
servido como inspiración para los artistas y algunos aspectos de los mismos los
hemos llegado a aceptar de manera insensible.
Este
es el caso de los propios padres de María de los que, en realidad, nada nos ha
sido transmitido, ni siquiera sus nombres. Tanto el de Ana como el de Joaquín
fueron elegidos en función de lo que significan. Ana, en hebreo, quiere decir
“Gracia”, mientras que Joaquín es “Preparación del Señor”.
También
es inventada la tradición según la cual, al cabo de veinte años de matrimonio,
Joaquín y Ana no habían logrado tener descendencia lo que, en Israel, se
interpretaba como un castigo por alguna supuesta falta cometida. De ahí la
leyenda de que el Sumo Sacerdote llegó a rechazar la ofrenda que Joaquín
pretendía efectuar en el templo.
En
cualquier caso, Santa Ana suele ser representada como una mujer de cierta edad,
con toca, que mira con dulzura a la joven Niña vestida con túnica blanca y
manto azul, como en el caso de la iconografía inmaculista, asiendo el reborde
superior de la túnica de su madre.
Menos
conocida es otra tradición que pretendió reconstruir la familia de la Virgen
María. Según ese fantástico relato que recoge Reau, Santa Ana se casó tres
veces y tuvo una hija en cada matrimonio. Su primer marido fue San Joaquín, con
el que tuvo a la Virgen María, la Madre de Dios. Tras la muerte de San Joaquín,
contrajo matrimonio con Cleofás, de cuya unión nació María Cleofás, la madre de
Santiago el menor, José el Justo, Simón y Judas. Al enviudar, de nuevo, se casó
con Solás o Salomé, con el que tuvo a María Salomé, casada con Zebedeo, madre
de Santiago el Mayor y San Juan evangelista. Como es sabido, tanto María Cleofás
como María Salomé son citadas en los Evangelios, entre las santas mujeres que
presenciaron el drama de la Crucifixión. De hecho San Juan llega a afirmar que
“estaban junto a la Cruz, su Madre y la hermana de su Madre, María, la mujer de
Cleofás, y María Magdalena”.
Más
tarde, se dio nombre a los padres de Santa Ana: Estolano y Emerencia, y le
atribuyeron una hermana, Santa Esmeria, sin olvidar a la prima de la Virgen,
Santa Isabel, madre de San Juan Bautista, cuyo parentesco sí reflejan los
Evangelios. No obstante, el concilio de Trento frenó estos intentos de recrear
la llamada “parentela de la Virgen” y rechazó expresamente el triple matrimonio
de Santa Ana, por considerarlo impropio de la madre de María.
Volviendo
al retablo, debemos destacar el interés de su mazonería con esos cestos con
motivos vegetales que aparecen a ambos lados y las cabecitas de ángeles que
rodean a la titular.
El
retablo aparece coronado por un copete ricamente trabajado en el que figura un
emblema, típicamente franciscano, las cinco llagas que aluden a la
estigmatización de San Francisco.
Bajo
el banco del retablo se disponía, originalmente, la mesa de altar que ha
desaparecido, sustituida por un zócalo de mármol.
Conserva,
sin embargo, el sagrario en cuya puerta aparece representado un ostensorio o
custodia, en clara alusión eucarística.
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