Federico
García Sanchiz (1886-1964) fue un destacado personaje de la primera mitad del
siglo XX que alcanzó reconocida fama como conferenciante, popularizando lo que
él llamaba charlas, con las que lograba abarrotar los teatros, en cuyos escenarios,
sin otro apoyo que su propia figura, lograba cautivar al auditorio, hasta límites
que resultan difíciles de comprender en estos momentos en los que prima la
imagen.
Mantuvo
una cordial relación con D. Ángel Bayod y su familia. Por ese motivo, entre los fondos
del legado depositado en nuestro Centro, figuran un buen número de fotografías,
entre ellas la que reproducimos con una cariñosa dedicatoria al que denominaba “jefe”.
También figuran una interesante serie de cartas, así como las felicitaciones
navideñas que le remitía, algunas con curiosos motivos decorativos.
Pero,
también, dos de sus obras. Una de ellas es la que, en 1963, le publicó el
Instituto de Cultura Hispánica con el título América, españolear, en el que se hace referencia a ese verbo que
creó “españolear”, fruto de 36 años de charlas por tierras de América, a las
que viajó, siempre a sus expensas y sin ningún tipo de ayuda oficial, alcanzando
un extraordinario éxito que se tradujo en las cantidades que percibía por esas
charlas, muy superiores a las habituales entre las grandes compañías teatrales
de la época. En la obra relata su primera llegada a América y cómo, poco a
poco, fue abriéndose paso hasta lograr un triunfo resonante.
En
1958, la Editorial Altamira le publicó Playa
dormida, una novela que tiene también mucho de relato biográfico sobre su
aventura americana que, como el otro libro está dedicado a D. Ángel Bayod y al
pequeño “Angelito”, su primer hijo, firmando como “Tío Federico”, prueba de la
entrañable relación entre ambos personajes.
Por nuestra parte, hemos conseguido la primera edición de Nao española. Asia, América y Oceanía,
publicada por Editorial Española en 1942, en la que relata sus viajes por otros
escenarios diferentes, los de Extremo Oriente, en los que también estuvo
presente este singular personaje que llegó a ser elegido, en 1940, miembro de la
Real Academia Española y Doctor “Honoris causa” por la Universidad de Santo
Tomás de Manila”, así como galardonado con la Gran Cruz de la Orden de Isabel
la Católica.
Aunque falleció en Madrid, quiso ser enterrado en El Toboso
(Toledo), teniendo como único epitafio la frase “España fue su Dulcinea”. Allí,
en esa bonita localidad, tiene un monumento en la glorieta, en realidad parque,
que lleva su nombre.
También le habían dedicado una calle en Valencia, la ciudad
en la que nació, pero su nombre ha sido eliminado en aplicación de la Ley de la
Memoria Histórica.
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