domingo, 26 de julio de 2020

La exposición de momias un dudoso recurso turístico


         Cuando preparábamos el comentario publicado ayer sobre Santa Rosalía de Palermo, encontramos las numerosas referencias a uno de los principales atractivos turísticos de esa ciudad: las momias que se exhiben en las criptas del convento de capuchinos.





         Son cerca de 8.000 las momias que pueden contemplarse, clasificadas por secciones como hombres, mujeres, miembros de distintas profesiones, frailes o sacerdotes, todas ellas ataviadas con sus trajes y en posturas realmente llamativas.



         Uno de los apartados que más interés despierta es el de los niños, entre otras razones porque allí se muestra el cadáver de la niña Rosalía Lombardo, fallecida en 1920, a la edad de dos años. Su magnífico estado de conservación es debido a que fue sometida a un proceso de momificación por un especialista de la época, el Prof. Alfredo Salafia. Si a ello se une que, de vez en cuando, mueve sus párpados el morbo está asegurado.



         Otra iglesia capuchina, en este caso la de la iglesia de Santa María de la Concepción de Roma, ofrece la posibilidad de contemplar miles de esqueletos, y algunas momias de frailes, dispuestos en sus paredes de forma supuestamente artística.



         Esta extraña pasión por las momias no se circunscribe a Italia, pues existen museos en otros lugares, siendo uno de los más conocidos el de Guanajato (México) donde se pueden ver unas cien momias procedentes del cementerio de Santa Paula de esa ciudad.




         A ellos ha venido a sumarse recientemente el que ha sido calificado como “el primer museo de momias de España”, el creado en la antigua iglesia parroquial de la Asunción de Quinto de Ebro (Zaragoza).



         Este templo, declarado “Bien de Interés Cultural” en 2001, fue quemado por las tropas anarquistas en el transcurso de la guerra civil, siendo sometido a un dilatado proceso de restauración en el transcurso del cual fueron descubiertas las momias que se exhiben en ese peculiar museo: las de ocho niños y seis adultos.



         Las hay también en otros lugares como la iglesia parroquial de Nuestra Señora de los Reyes, un excepcional monumento en el que, a pesar de la importancia de su exorno, cuando lo visitamos no hace mucho tiempo, nos insistieron en ver las momias de su cripta, cosa que no hicimos.



         Cabe preguntarse de dónde procede ese morboso interés que despiertan las momias. Muchos lo relacionarán con las procedentes del antiguo Egipto, donde en el Museo de El Cairo se muestran las de algunos antiguos faraones. Hubo una época en la que los mejores museos del mundo se esforzaron por conseguir momias de aquella antigua civilización.




         En los propios Museos Vaticanos las hay, aunque en este caso se pudo demostrar recientemente que dos de ellas eran falsas, dado que con vendas de época se habían “fabricado”, sin que originalmente fueran descubiertas, unas momias en la que el rostro de las mismas había sido elaborado con una lámina de cobre tintada de negro.

         Resulta llamativo que la Iglesia no se haya pronunciado de manera contundente sobre la impúdica exhibición de cadáveres, cuando exige respeto para el tratamiento de las cenizas. Y ello, en un momento en el que diversos sectores cuestionan la presencia de restos humanos en los museos. En Estados Unidos una ley federal lo impide respecto a los de indígenas y en Egipto se ha llegado a proponer sepultar las momias reales tras su análisis, conservando únicamente el rico ajuar con el que eran enterradas.




            En España vivimos un polémico episodio con el cuerpo disecado del llamado “negro de Banyoles (Bañolas)” que se mostraba en el interior de una vitrina en el museo Darder de esa localidad. Allí lo descubrió el médico Alphonse Arcelin, de nacionalidad española pero de origen haitiano, desencadenando una campaña que tuvo una gran repercusión.

         El asunto llegó a convertirse en un problema diplomático y el ministro de Asuntos Exteriores, entonces D. Josep Piqué, decidió repatriarlo al país que quisiera acogerlo. Dado que era de raza bosquimana fue Botswana quien lo pidió y hasta allí viajó su momia.



         Recibido con honores por la primera dama del país, fue mostrado antes de ser sepultado en el marco de una operación propagandística que pretendía ocultar la persecución a la que eran sometidos los actuales bosquimanos cuyas tierras les estaban siendo arrebatadas. Pero ni había nacido en Botswana ni se trataba de un “salvaje” como era representado.



         Fue el escritor holandés Frank Westerman quien descubrió en 2004 la superchería. El bosquimano había nacido en realidad en Sudáfrica, no muy lejos de Ciudad del Cabo y, poco después de su fallecimiento a finales del siglo XIX, los hermanos Jules y Edouard Verreaux, desenterraron el cadáver de manera fraudulenta, eludiendo la vigilancia de sus familiares.



         Como el cadáver de un africano que había sido sepultado con un traje actual no tenía excesivo interés, los desaprensivos traficantes retiraron la piel y el cráneo, dando forma con un relleno de paja a la imagen de un “salvaje” dotándole de taparrabos, lanza y escudo, tiñendo con betún negro la piel para oscurecer aún más la piel. Con su “pieza” viajaron hasta París, donde se tomó esta imagen en 1880. Allí debió adquirirlo el veterinario Francisco Darder, el fundador del museo de Banyoles, quien lo mostró en la Exposición Universal de Barcelona de 1888.




         Actualmente, sus restos reposan ¿definitivamente? en este lugar de Botswana a más de 1.000 kilómetros de donde realmente falleció. Ello fue posible, a pesar del error, por la connotación racial que tenía su exhibición en un museo, lo que nos lleva a preguntarnos por qué consideramos normal la de personas cercanas a nosotros a las lejos de dejarlas descansar en los lugares donde fueron enterradas las hemos convertido en elementos malsanos de atracción turística.

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