Las Universidades Laborales surgieron
por iniciativa de José Antonio Girón de Velasco, que fue Ministro de Trabajo
entre 1941 y 1957, como centros educativos para hijos de trabajadores, a los
que se ofrecía en las mejores condiciones unas posibilidades de formación
profesional, cuando el limitado número de Institutos de Bachillerato existentes
en esos momentos, hacía muy difícil el acceso a las Universidades.
Fue, a finales de 1950, cuando José
Antonio Girón anunció en Sevilla, con la retórica propia de la época, su
propósito de “crear gigantescas Universidades Laborales, castillos de la
reconquista nueva, donde vosotros, y sobre todo vuestros hijos, se capaciten no
sólo para ser buenos obreros. Vamos a crear centros enormes donde se formen,
además de obreros técnicamente mejores, hombres capacitados para todas las
batallas del espíritu, de la política, del arte, del mando y del poder”.
Aquella promesa se hizo pronto realidad
y la primera en entrar en servicio fue la Universidad Laboral de Gijón, en
1955, a la que siguieron al año siguiente las de Córdoba, Sevilla y Tarragona,
hasta un total de 21, ubicadas en diferentes ciudades, entre ellas Huesca y
Zaragoza.
En la elección de Tarragona
como sede de una de esas universidades tuvo gran influencia el entonces
Gobernador Civil de la provincia D. José González Sama, más tarde Gobernador
Civil de Zaragoza, que visitó Borja en varias ocasiones, entre ellas para
clausurar, en el Teatro Cervantes, la I Semana de Borja en Zaragoza.
Para su ubicación se eligió una finca conocida como “La
Pineda”, situada junto al mar y a tres kilómetros de la ciudad, en cuyas 150
hectáreas se levantó el impresionante conjunto de edificios, con un presupuesto
de 400 millones de pesetas (de la época).
El proyecto fue encomendado a tres arquitectos madrileños: D.
Antonio de la Vega (1902-1987), D. Manuel Sierra Nava (1923-2007) y D. Luis
Peral Buesa (1921-2014), que nunca habían trabajado juntos y que se repartieron
el trabajo, logrando concluirlo en un tiempo muy corto. Antonio de la Vega proyecto
el edificio más emblemático, el del comedor y también las residencias.
Manuel Sierra diseñó los talleres, otro
interesantísimo edificio, con su cubierta en dientes de sierra; y Luis Peral,
proyectó la escuela y la urbanización. El resultado fue una gran ciudad que se
alejaba mucho del aspecto escurialense que tenía la Universidad de Gijón,
enmarcándose en un concepto de modernidad, en cierto modo revolucionario. Todo
ello, rodeado de jardines y arboledas que le conferían un especial atractivo. Además
y, como complemento, le fue encomendada la decoración de muros y jardines a un grupo
de artistas figurativos y abstractos, entre los que se encontraba Jorge Oteiza,
Néstor Basterretxea, Rafael Ruiz Balerdi y otros varios, aunque no todos
llegaron a concluir sus intervenciones.
Cuando la Universidad de Tarragona
estuvo en pleno funcionamiento llegó a albergar a 4.000 alumnos en régimen de
internado, que cursaban alguna de las 80 especialidades que allí se impartían,
recibiendo al mismo tiempo una formación integral.
La desaparición de las Universidades
Laborales supuso un rudo golpe a la Formación Profesional en España. Los edificios
de algunas de ellas desaparecieron, aunque no fue ese el caso de los de
Tarragona, al ser transformada en un Complejo Educativo dependiente del
Departamento de Enseñanza de la Generalitat de Catalunya, donde hay
actualmente, dos Institutos de Enseñanza Secundaria, el Pere Martell y el
Calipolis; la Escuela de Educación Especial Surco; una Residencia para estudiantes
universitarios y varios centros de recursos educativos.
Todo esto nos ha recordado el artículo
de Dimas que, en realidad, gira en torno a una anécdota protagonizada por él, en
eso hermoso comedor de la Laboral. Al derramarse una jarra de agua en la mesa,
se dirigió a una de las chicas que atendían el “office”, para pedirle una “rodilla”
con la que limpiarla. La joven no desconocía la quinta acepción que la Real
Academia Española da a esa palabra (bayeta) y creyó que el bueno de Dimas
pretendía asir una parte de su anatomía, por lo que huyó horrorizada, siendo la
religiosa que supervisaba los trabajos y que era de Calatayud, quien aclaró la equívoca
situación ya que, en esa ciudad, como en Borja utilizamos esa voz para designar
a “un paño basto u ordinario, regularmente de lienzo, que sirve para limpiar”.
Voz que aparece en el Diccionario de Aragonés, pero también en el de la RAE,
como hemos dicho.
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