En el último número de la revista Cristiandad, que recibimos habitualmente, se inserta un artículo de
D. José Javier Echave-Sustaeta, titulado “Apóstoles del Corazón de Jesús ante
la peste de Marsella” que merece la pena comentar en estos momentos.
Como es sabido, la llamada “Gran Peste de Marsella” se
desencadenó en esa ciudad francesa en 1720, siendo el último brote registrado
en Francia, aunque sus circunstancias fueron catastróficas, ya que fallecieron
cerca de 40.000 personas de las 90.000 que entonces residían en la ciudad. El
número de víctimas en la Provenza fue superior a la tercera parte de sus
400.000 habitantes.
Lo sorprendente es que, dos años antes, una religiosa de la
Orden de la Visitación, había anunciado lo que iba a suceder. Se trataba de
Magdalena de Rémuzat (1696-1726), una gran devota del Sagrado Corazón que había
profesado en 1711 y pronto destacó por su extraordinaria piedad.
El 29 de febrero de 1718, estando expuesto el Santísimo
Sacramento en la iglesia de los franciscanos, los numerosos fieles presentes
pudieron constatar admirados la visión de Cristo resplandeciente en la
custodia. Al mismo tiempo, sor Magdalena tuvo en su convento una revelación del
Señor en que le comunicó que si los marselleses no enmendaban su conducta y
volvían sus ojos a la Divina Misericordia, serían objeto de un terrible
castigo. Aunque se lo comunicó al obispo que, por otra parte, era consciente de
la impiedad reinante en la ciudad, nada se hizo.
Sin embargo, el 25 de mayo de 1720, el buque Gran San Antonio (cuya maqueta se exhibe
en el museo de la ciudad) arribó al puerto. Se trataba de una urca holandesa
que transportaba mercaderías entre el Mediterráneo oriental y Marsella. Había
zarpado de la ciudad el 22 de julio de 1719 y fondeó en Siria, donde cargó
valiosas telas. Pero, junto a ellas, entraron a bordo ratas con el agente
causal de la epidemia, la Yersinia pestis, que entonces afectaba a aquel país.
Tocó después los puertos de Trípoli y Chipre hasta llegar a Livorno (Italia)
donde, a pesar de que, durante la navegación, habían fallecido ya varios
tripulantes, le fue expedida de manera harto imprudente una patente de sanidad
que le permitió viajar hasta Marsella.
Su llegada a puerto fue lo que desencadenó la catástrofe y,
aunque inicialmente se intentó ocultar la realidad y se infravaloró la gravedad
de lo que se avecinaba, entre otras cosas para preservar el valioso cargamento
y su venta, cuando la epidemia ya se había cobrado numerosos muertos, se ordenó
quemar el barco.
Del pecio han sido rescatados algunos objetos, entre ellos
una de las anclas, que hoy se pueden ver en el museo.
En la lucha contra la epidemia fue especialmente relevante
la actuación del obispo, monseñor François-Xavier de Belsunce de Castelmoron
(1671-1755). Era el segundo hijo del marqués de Castelmoron y había sido
educado en el protestantismo, aunque a los 16 años decidió abrazar el catolicismo
e, incluso, llegó a entrar en un noviciado jesuita que abandono por motivos de
salud.
En un primer momento, ordenó recitar en todas las misas una
oración pidiendo la intercesión de San Roque, protector frente a la peste.
Pero, poco después, cuando las autoridades ordenó cerrar las iglesias, el 29 de
julio reunió a todos los sacerdotes y religiosos de la ciudad, ordenándoles que
siguieran desempeñando su ministerio pastoral, diciendo: “Así como sería
indigno de un soldado querer llevar la espada sólo en tiempos de paz, sería
también indigno de los sacerdotes, salvo que quisieran pasar por mercenarios,
si solo quisieran confesar y administrar los sacramentos cuando no hubiera
riesgo para su salud y su vida”.
Y así lo hicieron con heroísmo singular, siguiendo el
ejemplo del propio obispo que no dudó en acudir a cualquier lugar en que fuera
necesaria su presencia, para dar consuelo a los afectados y atenderles
espiritualmente. Muchos ofrendaron su vida en el desempeño de su ministerio
pastoral, aunque el obispo, a pesar del riesgo al que estuvo expuesto, logró
sobrevivir.
Pero también hubo laicos que se distinguieron de manera
especial. Uno de ellos fue el caballero de Roze quien, al constatar que cientos
de cadáveres permanecían insepultos, decidió afrontar personalmente el problema.
Para ello pidió que le enviaran forzados de las galeras y, tras facilitarles un
pañuelo empapado en vinagre, para mitigar el olor de la putrefacción y distribuir
una ración de vino, bajó del caballo y arrastrando personalmente uno de los
cadáveres hacía el lugar dispuesto como sepultura, les indicó lo que tenían que
hacer. En pocas horas, aquellos miles de cuerpos, fueron amontonados en los
bastiones de la muralla y recubiertos de cal y tierra. Casi todos aquellos
hombres murieron, aunque el caballero de Roze, sólo padeció una ligera
indisposición.
Mientras tanto, sor Magdalena Rémuzat seguía orando intensamente
y, ante el avance de la enfermedad, la superiora del convento le pide que le
pregunte al Señor qué condiciones se requieren para salvar a la ciudad. El 13
de octubre puede comunicar que es necesario celebrar una fiesta en honor al
Sagrado Corazón, al que todos los marselleses deben consagrarse personalmente.
Inmediatamente es informado el obispo quien, sin
vacilar, recordando otras revelaciones
similares a Santa Margarita María de Alacoque, decide organizar una gran
procesión el día de Todos los Santos. La idea suscita el rechazo de los
responsables políticos que consideran peligrosas las aglomeraciones. Pero, en
aquella ocasión, el prelado no se plegó a sus exigencias y sigue adelante con
el proyecto.
Mandó levantar un altar en el principal paseo de la ciudad (el
grabado es del siglo XIX, de un acto celebrado en conmemoración de aquel
acontecimiento) y, el 1 de noviembre, las campanas de todas las iglesias que
habían permanecido mudas durante cinco meses, sonaron al unísono desde el
amanecer. A las diez de la mañana, el obispo, descalzo, con una soga al cuello
y portando sobre sus hombros una pesada cruz, inició el recorrido acompañado
por todo el clero y numerosas personas. Al llegar al altar, puesto de rodillas y
con un cirio en la mano, leyó la oración expiatoria al Sagrado Corazón.
Las autoridades que se habían negado a participar,
comprobaron con asombro que la peste comenzó a remitir y sólo entraban tres o
cuatro enfermos nuevos en los hospitales. Pero, las iglesias seguían cerradas
y, por temor a un rebrote, no podían tener procesiones ni concentraciones
numerosas de gentes.
Pero el aguerrido obispo convocó para el 20 de junio de 1721
otra gran procesión que, en esa ocasión, tuvo como destino el puerto. La
víspera, al amanecer, hubo volteo general de campanas y el día fijado, a las
cinco de la tarde, salió el obispo de la catedral llevando el Santísimo
Sacramento en sus manos. Le acompañaban el clero y todas las cofradías, junto
con los famélicos habitantes de la ciudad.
En esta ocasión, las tropas de la guarnición se sumaron al
evento, cubriendo carrera a lo largo del recorrido y, al llegar al puerto,
desde los castillos y los buques surtos en él se dispararon salvas, entre la
emoción de todos los presentes.
Ante la custodia, el obispo recitó la consagración al
Sagrado Corazón de Jesús, tal como había pedido el Señor. Un mes después la
epidemia había desaparecido, las iglesias de abrieron y pudieron celebrarse
numerosos actos de acción de gracias.
Actualmente, una calle de París recuerda a aquel obispo
ejemplar y su labor durante la epidemia de peste. Junto a la catedral de
Marsella se levanta el monumento que la ciudad erigió en homenaje a su obispo.
Pudimos verlo el pasado año, aunque entonces no conocíamos esta historia que
acabamos de recordar.
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