El domingo, en Ricla, pudimos volver a admirar esa maravilla de la torre de su iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción, declarada Bien de Interés Cultural y restaurada en 2010, luce ahora en todo su esplendor como uno de ejemplos más representativos de la arquitectura mudéjar.
La delicadeza de las labores en
ladrillo, características de esa etapa, nos siguen sorprendiendo y, aunque su realización
es fruto de la habilidad de los alarifes mudéjares, no cabe dudar de que
respondía a un sentimiento generalizado en buena parte de población que, aceptaba
con gusto, este estilo arquitectónico.
Pero, la torre de Ricla constituye el
mejor ejemplo de que el deseo de hacer las cosas bien se perpetuó en el tiempo.
Basta contemplar los dos cuerpos de la torre. El inferior, cuadrangular y con
pináculos en sus ángulos, fue construido a mediados del siglo XVI y es el propiamente
mudéjar. Pero el superior, de planta octogonal no se levantó hasta mediados del
XVIII (1758), a pesar de lo cual se integra perfectamente con la obra anterior
y en nada la desmerece, sino que, por el contrario, la realza formando un conjunto
que alcanza los 55 metros de altura.
A la vista de ello y de otros muchos ejemplos
anteriores y actuales, cabe preguntarse en qué momento el pueblo aragonés
perdió el sentido de la belleza. Porque algo debió ocurrir para que, con frecuencia,
veamos perpetrarse atentados contra el buen gusto en muchas de nuestras localidades.
Tales muestras de zafiedad son difíciles de entender y conjugar con las refinadas
expresiones de la arquitectura tradicional aragonesa o con el trazado de
nuestros cascos antiguos que, por otra parte, tan maltratados se encuentran.
Volveremos sobre todo ello, pues hay explicaciones para este fenómeno.
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