La Iglesia celebra cada 25 de diciembre la solemnidad de la Natividad del Señor, esa gran fiesta de la Pascua que ha estado precedida por el tiempo penitencial del Adviento.
La
elección de esa fecha no responde a una realidad histórica, dado que
probablemente Cristo nació en un momento del año en el que la temperatura
permitía la presencia nocturna de los pastores en el campo. Pero, por razones
pastorales que hacían necesario reunir en un solo año toda la vida de Jesucristo,
se eligió para celebrar el mayor acontecimiento de la historia de la humanidad,
convirtiéndose al mismo tiempo en una fiesta entrañable y familiar en torno a
la figura del Niño Dios.
Hoy han cambiado muchas
cosas. Las Navidades han visto desdibujar su auténtica motivación para
convertirse en un período dominado por el afán de consumir, pero no han perdido
su capacidad de reunir a las familias, aunque este año no haya sido posible.
Al Niño Dios recién nacido
vuelven los creyentes sus ojos en demanda de ayuda para superar las
dificultades que nos no afligen en estos momentos y, especialmente, para que su
Luz ilumine un mundo del que parecen haberse adueñado las tinieblas, como se
sugería en algunas obras literarias que muchos hemos leído.
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