domingo, 28 de enero de 2024

La ejecución de los asesinos de San Pedro de Arbués

 

         En noviembre de 2015, el Cabildo Metropolitano de Zaragoza, a través del canónigo archivero-bibliotecario D. Isidoro Miguel García, nos donó el grabado que aparece en la imagen, representado el martirio de San Pedro de Arbués, obra del gran pintor y grabador borjano Buenaventura Salesa, siendo uno de los que forman parte de la importante colección de grabados de ese autor que hemos ido reuniendo en Borja.

         San Pedro de Arbués había nacido en Épila, en 1441, y cursó estudios en la Universidad de Bolonia, de la que fue catedrático de Filosofía Moral. Ordenado sacerdote, en 1474, fue nombrado canónigo de la Seo y, en 1484, Inquisidor General de Aragón, junto con fray Pedro Gaspar.

         La reacción de los conversos zaragozanos a estos nombramientos fue muy fuerte. Cuando fray Pedro falleció, poco después, se llegó a afirmar que había sido envenenado. Pero, al quedar como único inquisidor Pedro de Arbués, decidieron poner en marcha una conjura contra él, fruto de la cual fue el atentado sufrido en la propia catedral el 15 de septiembre de 1485, como consecuencia del cual falleció dos días después.

Fue beatificado por Alejandro VII, en 1662, y entonces, el cabildo de la Seo encargó este grabado en el que se representa el momento de la agresión cuando oraba en el templo. El dibujo fue realizado por el borjano Buenaventura Salesa y de la impresión se encargó Francesco Cecchini, un grabador que ya había participado en otros proyectos con Salesa, como la Historia de Marco Tulio Cicerón, que también tenemos en nuestra biblioteca. Fue canonizado por Pío IX en 1867.


         Sobre la muerte de San Pedro de Arbués (canonizado mucho después) y sobre el destino de sus asesinos, se han difundido noticias confusas que hacen difícil conocer con precisión lo ocurrido.

         Lo cierto es que, a las doce en punto de la noche del 14 al 15 de septiembre de 1485, los canónigos de la Seo comenzaron el rezo de maitines en el coro. En ese momento, San Pedro se encontraba arrodillado ante el altar mayor de la catedral y hacia allí se dirigieron sus asesinos.

         En los grabados e imágenes que reflejaron el martirio, no aparece el que el inquisidor llevaba una cota de malla, bajo el hábito y un capacete (casco) de hierro en la cabeza, dado que se tenían noticias de que iban a intentar asesinarle. Además, había entrado al templo portando una pequeña lanza que dejó a un lado, mientras rezaba.

         Los asesinos que estaban apostado en el interior de la Seo y que ya habían intentado matarle con anterioridad, sabían la protección que llevaba y, por ese motivo, uno de ellos, Vidal de Urango, le clavó una daga en el cuello. Pedro de Arbués cayó al suelo y, en ese momento, Juan de Esperadeu le dio dos estocadas por la áxila, único lugar desprotegido, huyendo todos inmediatamente.

         Los canónigos al percatarse de lo ocurrido salieron del coro y, al ver que estaba vivo, lo llevaron a sus dependencias donde, en primera instancia, fue atendido por un médico que, curiosamente, era judío. Aún vivió dos días, pero a pesar de los esfuerzos de otros médicos y cirujanos terminó falleciendo, dada la gravedad de las heridas. 



         Fue enterrado en la Seo, donde, años más tarde, le fue dedicada una capilla, con su imagen bajo baldaquino y unos grandes lienzos que representan su martirio y otras escenas de su vida.

 

         Pero ¿Qué fue de sus asesinos? La conmoción provocada por esta muerte dio lugar a graves alteraciones de orden público que tuvo que calmar el propio arzobispo para que no se atentara indiscriminadamente contra la minoría judía.

         Muy pronto, fueron detenidos los autores materiales que eran Juan de Abadía;  Juan de Esperandeu; su criado Vidal de Urango; Mateo Ran;  su escudero Tristan de Leonis “Tristanico”; Antonio Grau y Bernardo Leofanto. Hubo alguno no identificado que no pudo ser habido.

         Encarcelados en la Aljafería, salvo Tristán de Leonís que huyó, allí se suicidó Juan de Abadía tragando el vidrio de una lámpara, aunque su cadáver fue posteriormente quemado. Sometidos a tortura los restantes y habiéndose confesado autores, fueron condenados a penas sumamente severas.

 

         Juan de Esperandeu, el que le dio dos estocadas, fue desmembrado por cuatro caballos. A Vidal de Urango, que le clavó una daga en el cuello, le cortaron las manos estando vivo; las clavaron en la puerta de la Diputación del Reino y, después, lo arrastraron por las calles hasta el Ebro y, tras ahogarle, lo llevaron a la plaza del Mercado donde lo descuartizaron. Los demás fueron quemados vivos y a “Tristanico”, que había huido, lo quemaron en efigie.

         Pero, la investigación no se detuvo en los asesinos, sino que trató de encontrar a los inductores y aquí se vieron implicados los miembros de importantes familias judeoconversas.

 

         Se pudo conocer que se habían reunido en la casa de Luis de Santángel, donde se acordó pagar 800 florines de oro a los autores materiales. Santángel, bien por haber prestado colaboración con su declaración o por sus influencias se le decapitó antes de ser quemado su cadáver. No corrió la misma suerte García de Moros, que fue quemado vivo o un personaje tan importante como Jaime de Montesa, la máxima autoridad judicial en la ciudad que fue detenido e interrogado, sin que confesara su participación en los hechos. Sin embargo, fue encerrado en prisión durante muchos meses y, finalmente, tras ser sometido a tortura, terminó confesando y, a pesar de su mucha edad, fue quemado vivo (aunque curiosamente no por su participación en el crimen, sino por judaizante), al mismo tiempo que su tía Leonor de Montesa.

         Pedro de Almazán huyó y fue quemado en efigie, mientras que Francisco de Santa Fe se suicidó y quemaron su cadáver. Hubo alguno como Sancho de Paternoy que se libraron de la pena capital, tras ser penitenciados y, en los meses siguientes hubo más ejecuciones.

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