Como es sabido, los Reyes Católicos
habían llegado a la ciudad condal el 18 de octubre de 1492, con el fin de
seguir, desde allí, el desarrollo de las gestiones que estaba llevando a cabo el
borjano Juan de Coloma para la recuperación del Rosellón.
Allí se encontraban el 7 de diciembre, cuando al descender el
rey Fernando por las escaleras del Palacio Real para montar en su caballo, un
individuo llamado Juan de Cañamares se abalanzó sobre él, propinándole una
tremenda puñalada con un “terciado” o machete largo, con el que llegó a
alcanzarle, aunque la trayectoria del arma fue desviada por la gruesa cadena de
oro del Toison que el rey llevaba al cuello.
En el Dietari del Consell de Cent de Barcelona,
conservado en Archivo Histórico de la ciudad de Barcelona, existe un sencillo
dibujo que representa el intento de magnicidio y las características del arma
empleada.
Según las crónicas, Juan de Cañamares
fue inmediatamente reducido por el camarero real Antonio Ferriol y su mozo de
espuelas Alonso de Hoyos, que le apuñalaron y a punto estuvieron de ocasionarle
la muerte, sino fuera porque el propio rey lo impidió para que pudiera ser
interrogado.
Entre los presentes, se encontraba D.
Pedro Lázaro Pérez de Albero, perteneciente a una de las más distinguidas
familias de Borja. En aquel momento ejercía el cargo de Alguacil Mayor de la
Inquisición y a él fue a quien Fernando el Católico regaló el arma empleada en
el atentado, como se escenifica en la recreación histórica de nuestra ciudad.
El rey pudo morir en el acto y, aunque
se salvó, poco más tarde se encontró de nuevo en grave riesgo, como
consecuencia de la infección de la herida. La tensión ocasionada por el
atentado fue enorme ya que, en un principio, se pensó en una motivación política,
dado el poco afecto que al monarca se le tenía en Cataluña y, para prevenir las
consecuencias, la reina Isabel ordenó que las galeras fueran alistadas para
facilitar, en caso necesario, la evacuación de la familia real.
No fue necesario porque Juan de
Cañamero, sometido a duros interrogatorios con tortura, confesó ser el único
autor, llegándose a la conclusión de que se trataba de un desequilibrado, a
pesar de lo cual y del perdón del monarca, no se libró de un fin extremadamente
cruel.
De su terrible desarrollo escribieron
los cronistas Andrés Bernáldez y Pedro Miguel Carbonell, con versiones que no
siempre son coincidentes. Según el primero:
“Fue puesto en un carruaje y traído por toda la ciudad; y primero le cortaron
la mano con la que atacó al rey y con unas tenazas de hierro ardiendo le
sacaron una tetilla y un ojo, y después le cortaron la otra mano y otro ojo y
la otra tetilla, la nariz, le abrieron el vientre con tenazas ardiendo,
cortaron los pies y le sacaron el corazón por la espalda. Lo sacaron de la
ciudad y los mozos y muchachos lo apedrearon, quemaron y tiraron sus cenizas al
viento”.
Carbonell, que era cronista de la ciudad y fue testigo de la
ejecución escribió que la primera parada del cortejo e hizo coincidir con el
lugar donde se había producido el atentado. A los pies de las escalinatas de la
plaza del Rey, el verdugo procedió a cortarle la mano y parte del brazo
derecho, aquel con el que había empuñado el arma homicida.
A continuación, el cortejo penitencial siguió la ruta
utilizada para la procesión del Corpus, haciendo sucesivas paradas para ir
mutilando al condenado ante la muchedumbre. En un lugar le sacaron un ojo, en
el siguiente le cortaron la otra mano, más tarde el otro brazo, y así hasta
llegar al Portal Nou, donde se prendió fuego a aquella estructura de madera y
las cenizas fueron esparcidas al viento.
La reina había enviado, con anterioridad al suplicio, a unos
religiosos para que lo confesaran, lo que lograron a pesar de las reticencias
iniciales del reo y, según su versión, recuperó la cordura. También pidió la
reina que fuera estrangulado, por piedad, antes de ser sometido a tan terrible
castigo. No se hizo así, sino que todo se llevó a cabo en vida, aunque hay
versiones diferentes acerca del momento en el que pereció.
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