Nos deteníamos ayer en el momento en el que el periodista Enrique Sepúlveda había llegado a Borja, tras un duro viaje, y tras aposentarse en el Parador de Frauca se disponía a recorrer nuestra ciudad.
Lo cierto es que, a pesar de las
penalidades padecidas, la visión que ofrecía de Borja no podía ser más
positiva: “Sus alrededores son hermosos y recrean la vista del viajero con la
variedad de paisajes que presentan, todos nuevos y agradables, todos exuberantes
de vegetación y adornados con las espléndidas galas de la naturaleza virgen.
Rico en hortalizas, cereales y frutas; abundante en vino y aceite y con pastos
magníficos para todo tipo de ganados, Borja no conoce la miseria y en sus
dominios parece que la Providencia ha vertido sus dones a manos llenas”.
Distinta fue la impresión que le
produjo el recorrido por sus calles, en compañía de un guía que le facilitaron.
“Lo que más abunda en Borja son las iglesias. Hay dos, llamadas San Bartolomé y
San Miguel, y dos conventos de monjas, y eso contribuye a dar al pueblo ese
aspecto triste y melancólico que tanto agrada cuando se ve por primera vez”.
No era excesivamente experto en Arte el
periodista pues, tras visitar la “insigne colegiata”, dice de ella que cuenta
con “un atrio grande y solitario, donde juegan en invierno los niños”. A través
de él se accede a “la espaciosa nave, adornada únicamente con los cuadros de la
Pasión e iluminada por las numerosas lámparas de aceite, creadoras de tantas
formas impalpables y quiméricas figuras”. Da la impresión que confunde nave y
claustro, aunque resume la visita diciendo que todo el edificio es de gran sencillez
y de aspecto inacabado. Del resto del recorrido por nuestras calles, sólo hace
referencia “al café y al Casino”, en los que es posible que se detuviera, antes
de regresar a su alojamiento.
De allí, al atardecer, partió la
“expedición” que debía llevar a nuestro protagonista y al matrimonio que
viajaba con él hasta el Santuario. Una nueva aventura pues, para ello, tuvieron
que montar en “tres mulas de aspecto poco tranquilizador”, dotadas de sillas
sin estribos, precedidas del mozo que le había servido de guía en su recorrido
por la ciudad.
A la salida de Borja comenta que
atravesaron “el precioso paseo de Nueva Florida”, contemplando “los rosales
mezclados con plátanos, olmos y moreras que adornan ese sitio de recreo”. No
habíamos oído hablar de ese paseo y no conocemos el lugar exacto de su
emplazamiento, aunque debía estar a la salida de la ciudad, antes de tomar el
camino al Santuario, “una escarpada cuesta, árida, penosa, solitaria, cuyo fin
ni aún se adivinaba y en cuya subida debíamos emplear dos horas”.
De camino de
cabras califica el recorrido hasta el Santuario, “tan escabroso y sumamente
estrecho que nos obligaba a caminar en fila”. No es de extrañar que le
recordara a las caravanas que recorren en desierto en busca de un oasis.
Aunque la mula que llevaba al
periodista camina a buen ritmo, ocurría lo mismo con las del matrimonio, una de
las cuales se resistía avanzar, dando desenfrenadas vueltas que obligaron a
intervenir al guía, porque en su opinión la mula del “tío Domingo a Domingo”
iba a “escacharrar” a la señora.
Como el apelativo con el que se había
referido al propietario de la mula llamó la atención del periodista, le
preguntó las razones de tan curiosa denominación. El guía le explicó que el
susodicho era un gran bebedor, que se pasaba el día en las tabernas, por lo que
su mujer fue a quejarse al juez. D. Robustiano se llamaba el magistrado ante el
que compareció el aficionado al vino quien, al ser interpelado, manifestó que
sólo bebía “de domingo a domingo”, cosa que al juez no le pareció demasiado,
entre otras cosas porque no se percató que Domingo era el nombre de los dueños
de las dos tabernas en las que pasaba el día el borrachete al que, desde ese
momento, llamaron “tío Domingo a Domingo”.
Pasaron por el pilar del diablo, donde
arrojaron las tres piedras que mandaba la tradición, descrita por el hermano
del periodista y, algo más tarde, divisaron en lo alto de la cuesta un edificio
que, desde la lejanía, le pareció una paridera. El alma se le cayó a los pies
cuando el guía les anunció que era el Santuario. Allí les esperaba “la
Pantaleona”, la santera que, tras “atravesar un portal de colosales
dimensiones, especie de antro de cubil” y “subir a tropezones dos tramos de una
gigantesca escalera”, los acomodó en sus habitaciones.
Pudiera parecer que tan tétrica
impresión inicial, influyera en la opinión que, del Santuario, reflejó en su
siguiente crónica, pero nada más alejado de la realidad, como veremos en un
próximo artículo en el que ponderaba las excelencias de este idílico lugar.
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