Para quienes residían en el Santuario de Misericordia, a finales del siglo XIX, el correo constituía el único medio de enlace con la “civilización” que habían dejado atrás, para gozar de las delicias del campo en aquel apartado lugar.
De ahí, que la llegada de la
correspondencia constituyera todo un acontecimiento diario, esperado con ansiedad.
Y de ese cometido, se encargaba un jovencísimo cartero, al que el periodista
Enrique Sepúlveda dedicó especial atención.
Según él, se trataba de un chico descalzo
“de ocho años, bajo y poco agraciado, de rostro tostado por el sol e inteligencia
más tostada todavía”, al que le habían encomendado ese cometido. Vestía “un
pantalón remendado hasta lo increíble y sujeto con tirantes, y una camisa burda
negra”. La descripción nos ha recordado a “Marcelino Pan y Vino”, aunque Pablito
Calvo era más agraciado, o a los niños de las novelas de Dickens.
De su hombro colgaba una cartera agrietada que, en tiempos,
llevó el rótulo de “Cartero”, del que apenas quedaban algunas letras. Tampoco sería
como este uniformado cartero, a pesar de lo cual era el encargado de llevar la
correspondencia al Santuario y recoger las cartas que debían ser cursadas desde
Borja. Pero el regreso a la ciudad se demoraba con frecuencia, al quedarse a
dormir en el camino, de manera que cuando llegaba ya había salido la diligencia
que debía conducir el correo hasta el tren.
Contaba el periodista que un día en el
que tenía cierta prisa por enviar una carta, le dijo al niño que si se detenía
por el camino le dispararía con el cañón que tenía, mostrándole un catalejo que
el carterillo tomó por un arma, de manera que aquel día, con el catalejo le
vieron correr despavorido por la cuesta, camino de Borja, temiendo que, de un
momento a otro, saliera el disparo con el que le habían amenazado.
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