Hasta ahora, hemos relatado las penalidades padecidas por el periodista Enrique Sepúlveda, desde que salió de Madrid hasta llegar al Santuario de Misericordia, que tan desagradable impresión le produjo cuando divisó “El Caserón” desde el camino viejo. Pero, todo cambió cuando se aposentó allí, dejándonos un hermoso relato de las “virtudes” del lugar y del desarrollo de la vida cotidiana de los que allí residían.
En el artículo publicado en La Época,
el 8 de enero de 1880 relataba pormenorizadamente el amanecer que contempló,
desde la ventana de su aposento. Esa visión le hizo comprender “las delicias
del campo” y los versos de fray Luis de León referidos a los que huyen del
“mundanal ruido”. “La Naturaleza me había cogido en sus lazos de flores,
dejándome prendado de sus encantos” concluía ese hombre llegado de Madrid, para
el que la paz y tranquilidad que se respiraba en el Santuario, constituían un
poderoso lenitivo.
Aquel día había madrugado para ver
salir el sol y, por ese motivo, pudo conocer lo que ocurría en la casa durante
las primeras horas de la mañana. Vio salir a un coro de viejas (esposas de los
pastores que cuidaban de los rebaños) para lavarse en la fuente de la plaza,
antes de empuñar, con la Pantaleona, las escobas para barrer los amplios
pasillos del edificio.
Describe con detalle el Caserón y las
largas “galerías” siempre frescas y ventiladas a las que se abrían los
aposentos “modestos en sí, pero tan limpios y aseados que ostentan con orgullo
sus paredes blanqueadas”.
Es curiosa la referencia al templo, al Santuario propiamente
dicho, del que afirma que es “sencillo y parco en adornos, pero llena a
satisfacción el fin para el que se erigió”. Nos ha llamado la atención que
escribiera que tenía “dos altares colocados en los costados, en uno de los
cuales está la imagen de San Babil, Santo al que guardan gran devoción”. No
dice a quién estaba dedicado el otro ni menciona a los otros dos que ahora
pueden verse.
Menciona el altar mayor con el camarín
de la Virgen, una gran pila y unos cuantos bancos, con “un coro en miniatura”.
Pero la información más relevante es la referida a “una riqueza de valor
inapreciable, unas antiquísimas tablas bizantinas, que representan escenas
sagradas y que están casi abandonadas, sirviendo de morada a las arañas”. Esas
“tablas bizantinas” eran en realidad las tablas góticas del antiguo retablo de
Santa María que, por aquel entonces, colgaban de las paredes del Santuario,
antes de que volvieran a la colegiata, en un momento que, por ahora,
desconocemos. Él las contemplaba muchos días desde el coro, al que podía
accederse por una puerta abierta desde su aposento.
Pero para el periodista, que no era
demasiado sensible al Arte como comentamos, el verdadero aliciente, lo que hace
de Misericordia un país hermoso y digno de visitarse, es lo que sólo se debe a
Dios”, en definitiva, la Naturaleza.
La vida en el Santuario no podía ser más tranquila, empleando la mañana (tras desayunar un chocolate) en pasear y charlar en torno a la fuente de las Canales. Tras comer, a la una, dormían la siesta o esperaban la llegada del correo, antes de retomar los paseos en dirección a Moncín o a la Gotera.
Al anochecer, rezaban el Rosario en el
templo, dirigido por el sacerdote que residía en la casa y, después de cenar,
uno de los jóvenes (pollo le llama como era costumbre entonces) tocaba el
acordeón y bailaban en el patio, despertando el enfado de un viejo militar, de
genio inaguantable. El ritmo del día se alteraba los domingos con la llegada de
mozos de Borja, que les entretenían y animaban “con las barbaridades que hacían
para pasar un día de campo”.
Todo muy sencillo, pero, cuando llegó a Madrid, no pudo sino sentir añoranza de los días pasados en aquel “delicioso lugar” que aconsejaba visitar a todos los amantes de la Naturaleza, en la “seguridad de que si fueran no se olvidarían nunca de aquel Santuario”.
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