A raíz de los artículos recientes que hemos dedicado a la
fiebre amarilla, D. Guillermo Carranza Alcalde nos ha recordado que esta
enfermedad también afectó a Mallén y otras localidades de la comarca, entre
otras muchas ciudades españolas.
Y efectivamente así fue, porque lejos de circunscribirse a
lugares remotos el virus llegó a la península ocasionando una enorme mortandad.
Y lo hizo a través de Cádiz, en 1800, que en aquellos momentos era el puerto en
el que se centraba el comercio con tierras americanas.
Para que su difusión fuera posible se requería la presencia
del mosquito vector y ella se vio favorecida por una serie de circunstancias
que hoy denominaríamos un “cambio climático”, dado que tras unos años húmedos
el verano de 1800 registró temperaturas seis grados superiores a las del año
anterior.
Fue, a finales de la primera quincena de agosto cuando
aparecieron los primeros casos en Cádiz y cerca del 20 % de la población huyó
de la ciudad, propagando la epidemia a otras ciudades. Para darnos una idea de
la magnitud de la catástrofe el número de fallecidos en Cádiz fue de 7.387
personas, el 10,33 % de la población, mientras que en Sevilla, donde contrajo
la enfermedad el 95 % de sus habitantes, ocasionó 16.685 muertes.
Pero, el virus vino para quedarse y, durante los años
siguientes, fue expandiéndose por la península provocando brotes epidémicos en
muchas ciudades. La imagen de la enfermedad quedó plasmada en las obras de
diversos artistas. La primera que hemos reproducido es la visión que ofreció José
Aparicio Inglada (1773-1838) de lo acaecido en Sevilla, mientras que este
grabado corresponde a la epidemia en Barcelona. En ambos se refleja la labor
llevada a cabo por sacerdotes y religiosos atendiendo a los afectados.
De lo ocurrido en Mallén nos ha quedado el testimonio del
notario D. Vicente Pérez Petinto que, en sus protocolos, incluía cada año una
crónica de los hechos más relevantes ocurridos en la ciudad, que dimos a
conocer en la obra Crónicas malleneras
del notario don Vicente Pérez Petinto. Mallén, 1764-1814, que firmaban Iván
Heredia Urzaiz y Guillermo Carranza Alcalde.
Es en 1802, cuando el notario deja constancia, por vez
primera de la aparición de la enfermedad que, en principio, se descarta que sea
una “peste” (denominación que incluía entonces a todas las grandes epidemias)
como la ocurrida en Sevilla (de la que habían tenido noticia). Los médicos
creyeron que se trataba de un recrudecimiento del paludismo habitual (las
famosas tercianas), complicado con otras “fiebres de mala especie”. Trataban a
los enfermos con “quina, refrescos, caldo de pollo, sangrías, víboras y otras
medicinas”, que para nada servían.
La enfermedad se recrudeció en 1803 y, de manera especial,
en 1804. Al principio siguieron negando la evidencia pero, conforme fue
creciendo el número de afectados ya se habló de fiebre amarilla, el temido
vómito negro que, en 1803, había provocado en Zaragoza más de 1.300 fallecimientos.
En Mallén, también los hubo y, sobre todo, una gran necesidad en las familias
de los afectados que obligaron al Ayuntamiento a recaudar limosnas para
facilitarles alimentos.
En su crónica de 1804, D. Vicente Pérez Petinto afirma que a
finales de ese año, el número de muertes en la villa había sido de 125
personas. Le impresionaba constatar que “los más de los días enterraba a dos o
tres adultos”.
Para entonces, ya se habían tomado medidas de aislamiento,
entre las que destacó la creación de un “cordón sanitario” con tropas que, desde
Valencia a Jaca, impedían el paso de cualquier persona que no llevara una
patente de Sanidad. A Mallén fueron
destacados veinte soldados del Regimiento de Zamora, con un oficial al frente,
que estuvieron “bastantes meses”.
Pero, además, las gentes volvieron sus ojos hacia la Divina
Providencia y, en cada localidad, se hicieron rogativas. En Mallén, llevaron
desde el convento de franciscanos a la iglesia parroquial a la imagen de la
Inmaculada Concepción. Fue el 13 de mayo, cuando el capítulo eclesiástico se
desplazó en procesión hasta el convento, acompañado por todas las cofradías y
desde allí trajeron la imagen, bajo palio y a hombros de los religiosos del
convento.
Con anterioridad, los vecinos de Mallén se habían
encomendado el 20 de enero a San Sebastián, que es Patrono de la villa y
protector frente a todo tipo de epidemias, dado que, además, habían
transcurrido muchos meses sin que se registrar la más mínima precipitación, por
lo que las cosechas se daban por perdidas.
Llovió y la enfermedad se extinguió en la localidad aquel año,
aunque siguió causando estragos en otras partes de España. Cabría preguntarse sobre lo que ocurrió en
Borja pero, del siglo XIX, aún nos queda mucho por estudiar.
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