El desconocimiento de los agentes causales y del mecanismo
de transmisión de determinadas epidemias hizo que se adoptaran medidas como la de
encender grandes hogueras en las calles, basadas en la creencia ya establecida
desde la antigüedad clásica de que, con ello, se contribuía a “purificar” el
aire. ( La hoguera de la foto no es medieval).
En la gran epidemia de peste de Londres de 1665, a la que
hacemos referencia en otro artículo, se añadieron a las hogueras pimienta,
incienso y otras sustancias que se creía podían contribuir a ese propósito. Más
sorprendente fue el que se aconsejara a los varones que consumieran grandes
cantidades de tabaco con el mismo fin. No sabemos si las hogueras fueron las
causantes del gran incendio que arrasó la ciudad al año siguiente pero, a tenor
de nuestros conocimientos actuales, los fumadores que sobrevivieron a la
epidemia, es posible que fallecieran de un cáncer pulmonar, si es que les dio
tiempo de desarrollarlo.
Pero, esos remedios que son considerados medievales,
estuvieron en vigor hasta épocas muy recientes. Seguramente, muchos de nuestros
lectores habrán tenido oportunidad de ver la película “Muerte en Venecia” de
Luchino Visconti, estrenada en 1971 e inspirada en el relato que, con el mismo
título, publicó Thomas Mann en 1912.
La acción transcurre en esa ciudad, donde se ha desencadenado
una epidemia colérica que las autoridades tratan de ocultar para evitar que los
turistas huyan (ahora de quiere evitar que acudan). El protagonista es el compositor
Gustav von Aschenbach, magistralmente interpretado por Dirk Bogarde quien, al
percatarse de lo que ocurre, aconseja a la familia del joven Tadzio (Björn
Andrésen) que abandonen Venecia.
Y, en las últimas secuencias, poco antes de morir, Dick
Bogarde recorre las solitarias calles de la ciudad, donde se han encendido
hogueras, al igual que en la Edad Media.
Encender hogueras nos parecería ahora algo ridículo, como
también el atuendo que utilizaban los médicos para prevenir el contagio,
especialmente por el diseño de las mascarillas con las que cubrían el rostro.
Un formato que se sigue reproduciendo en el carnaval de
Venecia, del que se afirma que el empleo de máscaras tiene su origen en esas protecciones
utilizadas en el pasado durante las epidemias.
La epidemia de gripe de 1918 fue la primera ocasionada por
un virus, bien conocido en la actualidad, como consecuencia de los estudios posteriores.
En esa ocasión se introdujo el uso de mascarillas, de formato similar a las que
ahora conocemos como “mascarillas quirúrgicas”. Las investigaciones realizadas
sobre su utilidad coinciden, en la mayoría de los casos, concluyendo que su
empleo no resultó eficaz.
El debate ha vuelto a suscitarse ahora con esta nueva
pandemia, también provocada por un virus, aunque diferente al de la gripe de
1918. Las instrucciones dictadas han ido evolucionando, en algunos lugares,
desde desaconsejarlas en un principio, a recomendarlas a toda la población. La
OMS se ha pronunciado sobre esta cuestión y recientemente publicamos un cuadro
en el que se detallaba la eficacia de cada modelo.
De lo que no cabe duda es de que la epidemia cesará y que,
dentro de un plazo relativamente corto, se conocerán con precisión las
características del virus y su mecanismo de transmisión. De igual manera, se
logrará una vacuna y, algún día, dispondremos de un remedio terapéutico eficaz
contra los virus, como anteriormente se logró frente a las bacterias.
Quizás entonces, los historiadores de la Medicina, lleguen a
la conclusión de que, a comienzos del siglo XXI, seguíamos enfrentándonos a las
pandemias con procedimientos casi medievales, como desinfectar las calles con
productos bactericidas o utilizar mascarillas que no ofrecen una protección
total.
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