La isla de Cabrera es la mayor de las islas de un archipiélago al que da nombre que forma parte de las Baleares. Situada al sur de Mallorca, administrativamente pertenece al término municipal de Palma. De dilatada historia, fue de propiedad particular hasta la I Guerra Mundial en que fue expropiada por el Estado, por razones militares. Aún sigue estando vinculada al Ministerio de Defensa, desde 1991 el archipiélago de Cabrera es Parque Nacional Marítimo-Terrestre.
La belleza de aquellos lugares y la tranquilidad de unos parajes que sólo pueden ser objeto de visitas ocasionales, dado que la isla ha sido preservada de la especulación urbanística, no debe hacernos olvidar que su nombre está unido a uno de los más lamentables episodios de la historia de la Guerra de la Independencia en la que, como consecuencia de un ridículo reduccionismo, seguimos haciendo una distinción entre buenos y malos, cuando los “buenos” (nosotros) fuimos capaces de perpetrar tropelías que deberían avergonzarnos, como la que hoy vamos a recordar.
Todo comenzó el 19 de julio de 1808 cuando el general francés
Pierre-Antoine Dupont de l'Étang, tuvo que rendirse en Bailén al general
Francisco Javier Castaños, en lo que constituyó la primera y sorprendente
derrota de las tropas imperiales en suelo español que se saldó con 2.000 bajas
francesas frente a 1.000 españolas.
Casado del Alisal inmortalizó la escena en un lienzo
inspirado en “La rendición de Breda” de Velázquez, reflejando las condiciones
de la capitulación que, en principio, fueron bastante honorables.
A Dupont y los oficiales de su Estado Mayor se les permitió
regresar a Francia donde, por cierto, fueron severamente castigados. Respecto a
los 17.600 soldados prisioneros el acuerdo establecía que también serían
repatriados a bordo de buques ingleses, pero ello nunca se llevó a efecto.
Unos cuatro o cinco mil fueron conducidos a las Canarias,
donde padecieron un internamiento aceptable, pero la suerte de los restantes
fue terrible. Inicialmente, fueron alojados en unos insalubres pontones
fondeados en Sanlúcar de Barrameda, a la espera de un supuesto intercambio con
prisioneros españoles, sin que fuera autorizado el plan inicial de devolverlos
a Francia.
Finalmente, el 9 de abril de 1809, fueron embarcados con
destino a las Baleares. Durante la navegación se produjeron numerosas bajas,
pero la tragedia no había hecho más que empezar.
Porque, tras haber fondeado en la bahía de Palma, la protesta
de las autoridades locales ante lo que se les venía encima, obliga a adoptar la
sorprendente decisión de poner rumbo a Cabrera y desembarcar allí a los
prisioneros, cuyo número exacto en aquellos momentos no conocemos pero que,
probablemente, superaba los 10.000.
Abandonar a su suerte a ese elevado
número de prisioneros, en una isla que carecía de todo lo indispensable para su
alojamiento y subsistencia, constituyó lo que hoy sería considerado un crimen
de guerra y proporcionó a España el triste honor de haber creado el primer
campo de concentración de la Historia.
Los prisioneros tuvieron que enfrentarse
a un primer problema, el de encontrar resguardo frente a las inclemencias del
tiempo. Algunos ingenuos dibujos ofrecen una visión un tanto idílica de
pequeñas casitas en torno a la bahía, cuya construcción tuvo que verse
dificultada por la falta de las herramientas necesarias y tardó en materializarse.
Pero, mayores fueron las dificultades
para alimentarse. En principio, las autoridades de Mallorca enviaban víveres,
cada cuatro días, a bordo de una pequeña embarcación. Las exiguas cantidades de
alimentos que llegaban, reducidos a unos sacos de habas, un poco de aceite y
pan en mal estado, comenzaron a causar estragos.
Los oficiales internados intentaron
mantener la disciplina, repartiendo lo que les proporcionaban las autoridades
españolas, complementándolo con el fruto de la pesca y con el producto de unos
pequeños huertos que llegaron a poner en marcha sin excesivo éxito.
La situación se agravaba cuando los
temporales impedían la llegada de los suministros y destruían las precarias
viviendas. Aún fue peor la completa interrupción del servicio de barqueo
durante varios meses, por no encontrar a quienes quisieran enfrentarse a los
hambrientos prisioneros, en los que incluso se produjeron casos de canibalismo.
A ello vinieron a sumarse nuevos
desembarcos de prisioneros. No son de extrañar, por lo tanto, las consecuencias
de todo ello: enfrentamientos, hambre, enfermedades, intentos de fuga, desnudez
completa por la destrucción de las ropas que llevaban al llegar. Un dantesco
panorama jalonado por multitud de muertes, que son las que han dado lugar a
este artículo.
Porque en algunas publicaciones
interesantes se hace alusión a las sencillas tumbas en las que eran enterrados
los fallecidos y, en una ilustración, se dibuja el “Valle de los Muertos”.
Pero, cuando el 16 de mayo de 1814, ya
finalizada la guerra, se produjo la liberación de los confinados, sólo quedaban
en la isla unos 3.000. ¿Dónde están los cadáveres de los restantes, cuyo número
real se desconoce?
En los últimos años, varias misiones de
arqueólogos franceses han intentado dar respuesta a ese interrogante, sin que,
hasta el momento, hayan podido encontrar restos de esa multitud de compatriotas
que sufrieron en Cabrera tan duro cautiverio.
Lo que sí han encontrado en alguna de
las preciosas grutas de la isla son inscripciones grabadas por los prisioneros,
algunos de los cuales se refugiaron en ellas, formando una especie de comunidad
independiente.
En junio de 1847 el príncipe de Joinville, tercer hijo de
Luis Felipe I, fondeó con su escuadra en la bahía de Palma y, al recordar los
sufrimientos de sus compatriotas en Cabrera, decidió visitar la isla, a bordo
del buque insignia Plutón, y allí mandó erigir un monumento, sobre un
osario en el que, según la tradición, reunió los restos dispersos que encontró
en la isla, con una inscripción que dice: “A la mémoire des français morts à
Cabrera. L’Escadre d’Evolutions de 1847, comandée par S.A.R. le Prince de
Joinville” (En memoria de los franceses fallecidos en Cabrera, la Escuadra de Evolución
de 1847, mandada por S.A.R. el Príncipe de Joinville)
En junio de 1847 el príncipe de Joinville, tercer hijo de
Luis Felipe I, fondeó con su escuadra en la bahía de Palma y, al recordar los
sufrimientos de sus compatriotas en Cabrera, decidió visitar la isla, a bordo
del buque insignia Plutón, y allí mandó erigir un monumento, sobre un
osario en el que, según la tradición, reunió los restos dispersos que encontró
en la isla, con una inscripción que dice: “A la mémoire des français morts à
Cabrera. L’Escadre d’Evolutions de 1847, comandée par S.A.R. le Prince de
Joinville” (En memoria de los franceses fallecidos en Cabrera, la Escuadra de Evolución
de 1847, mandada por S.A.R. el Príncipe de Joinville)
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